No hacía preguntas, no pedía nada. Habremos parado allí seis o siete veces, en ocasiones las paradas duraban semanas. Nosotros nos cuidábamos de todo, de no hacer ruido, y claro, de mantener la casa limpia.
Éramos fantasmas que circulaban por su casa sin ser vistos ni oídos, habitantes de realidades paralelas. Muchas cosas se me ocurrían, conversaba en mi cabeza y me decía: será que entiende las reglas y cuanto menos sepa mejor, por qué lo hace. No tiene nada que perder, no tiene miedo de nada o es una idiota. Por qué alguien así, como ella, conservaba su biblioteca.
Por la noche dejaba una nota sobre la mesada preguntando qué íbamos a querer, le respondíamos con otra nota. Nunca faltaban los chocolates y el pedido de cigarrillos, que nosotros racionábamos con absoluta cordura para no levantar sospechas. Creo que esas notas nos hacían saber que éramos reales.
Me gustaba observarla, tenía fascinación. La espiaba por la mañana cuando salía a trabajar. Saludaba al vecino con un leve gesto de la mano, la cabeza baja y una sonrisa tímida. Su forma de llevar la ropa, la blusa clara y lisa prolijamente metida dentro de la pollera que cubría sus rodillas, el pelo recogido, las botas bien lustradas. Así lograba pasar desapercibida. Cuando cruzaba la puerta hacia la calle era una niña mujer monja. De esa manera la veía por las mañanas.
Antes de las ocho de la noche me acomodaba en el sillón de pana negro de la sala, desde ese rincón la podía ver llegar. Prestaba atención a los detalles, cuando se soltaba el pelo y la camisa, se volvía una mujer. Tantas cosas hubiera querido preguntarle. Imaginaba largas charlas que siempre terminaban igual, los dos en la cocina, ella preparando el mate o la cena y yo, fascinado, escuchando atento sus ideas y admirando como su pelo suelto brillaba bajo la escasa luz del foco, le acomodaría un mechón detrás de la oreja. En mi imaginación fluíamos sin resistencia.
Había algo en ella que me convencía que todo iba bien y que iría mejor.
Pero el 24 de mayo todo cambió. Cruzó la puerta y entró frío. Lo demás fue casi como siempre. Se soltó el pelo, la camisa, fue hasta la cocina, puso la pava y prendió un cigarillo. Nunca la había visto fumar. Entonces se dirigió a la sala. No entró. Parada debajo del marco de la puerta, parecía un retrato de cuerpo entero. Un retrato en escala que nos interrogaba con la mirada. Preguntó ¿Dónde está mi libro? Había un libro en la cocina, ¿dónde está? Nos miramos pero nadie respondió. Detuvo su mirada en cada uno de nosotros, no sé cuánto, pero la sensación que tuve fue que duró mucho tiempo. Se mordió los labios a la vez que asentía con la cabeza, regresó a la cocina.
A la mañana siguiente la nota decía -Dejen la llave.
Ma. Valentina Farrell