Una mirada a la narrativa costarricense contemporánea por Gustavo Solórzano-Alfaro

Pocas cosas conmueven a Cartago, ciudad que

no cambia desde que se inventó el recuerdo

Uriel Quesada 

El gato de sí mismo (2005)

La mayoría de ensayos sobre literatura costarricense empieza como una disculpa no pedida: somos un país joven y nuestras letras no son conocidas en el extranjero. Pareciera que ese mantra podría conjurar más de un siglo de invisibilización. En el fondo, es la idea que contiene esta línea: “En Costa Rica no pasa nada desde el big bang” (Carlos Cortés, Cruz de olvido, 1999), la cual encuentra eco en el epígrafe de este artículo. El mismo Cortés reelaborará esa sentencia, cuando manifieste que “sólo se podía hablar de literatura costarricense como ficción”, en La gran novela perdida. Historia personal de la narrativa costarrisible (2007), cuyo subtítulo (un juego entre “costarricense” y risible”) sintetiza, para bien y para mal, la problemática sobre la producción literaria de esta región centroamericana.

La narrativa costarricense estableció desde finales del siglo XIX un contrato, como parte de un proyecto de unidad nacional, que ha tenido pocas variantes: antiimperialismo, nacionalismo, oposición civilización / barbarie, costumbrismo y melodrama realista. 

Hacia los años 40 del siglo xx encontraremos las primeras grietas de ese discurso: se introduce el problema proletario y la novela agraria; en los 60, la clase media y su vida urbana. En los 90 aparecerán los problemas sociales y ecológicos. En medio encontramos rarezas, discontinuidades, con variados éxitos de crítica o público: Yolanda Oreamuno, Victoria Urbano, Alfredo Oreamuno (Sinatra), Virgilio Mora.

En los años 60 y 70 floreció una generación de corte netamente urbano, con figuras como Alfonso Chase y Carmen Naranjo. Hacia los 80, surge la generación del desencanto, que hoy día conforma el canon más reciente. Hablamos, entre otros, de Carlos Cortés, Dorelia Barahona, Rodrigo Soto, Vernor Muñoz, Ana Cristina Rossi, Uriel Quesada o José Ricardo Chaves. Quesada y Chaves, además, se suman a una lista de autores que emigraron, en busca de otras posibilidades.

Hasta aquí el relato oficial, más o menos compartido, de las antologías y obras historiográficas, con un corte que olvida el periodo colonial y privilegia el discurso realista. La ciencia ficción aparece desde el inicio, pero queda rezagada. El discurso religioso, salvo excepciones puntuales, no es cuestionado. Los grandes acontecimientos bélicos, fundadores de la identidad nacional (la guerra de 1856 de Centroamérica contra los filibusteros y la guerra civil de 1948, que dio paso a la Segunda República) están mayoritariamente ausentes de nuestra narrativa.

¿Ha cambiado esa literatura?

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Podamos afirmar categóricamente que el siglo XXI nos recibe con otros aires. La producción de nuevos textos apunta hacia horizontes renovados y una infraestructura mínima lo permite. De esta manera, con el estado benefactor en crisis y con el nacimiento de la Editorial Perro Azul (2000) se rompió la hegemonía de la edición estatal.

En 2001, Perro Azul publicó la novela El más violento paraíso (reeditada en 2009 por Lanzallamas), de Alexánder Obando (1958-2021), quien cronológicamente pertenece a la generación anterior, pero cuya aparición “tardía” es más que simbólica, pues se convertirá en una de las influencias más significativas hasta la fecha. Esta novela, y su continuación, Canciones a la muerte de los niños, pretendía conformar una trilogía, que quedó trunca debido al fallecimiento prematuro del autor en media pandemia del covid. 

En las novelas de Obando, la clase media, los ideales nacionales, la imagen idílica, los tabúes sexuales y la verosimilitud realista fueron dinamitados, lo que anunció decididamente un nuevo contrato literario, algo que Bar Roma (2008), de Marco Retana, escrita en los 90, hubiese adelantado.

La escritura de Obando es proteica. Sus novelas son frescos en los que se citan la ciencia ficción, la fantasía, el drama histórico, el gótico, el gore, el humor y la literatura lgbtq. De esta manera, Obando recupera la tradición occidental y reúne en sí mismo lo que las novelas costarricenses han olvidado o han querido olvidar. La crítica coincide en que la narrativa obandiana es un punto de ruptura.

El legado de Obando repercute en la propuesta de Byron Salas, uno de los autores jóvenes más sorprendentes y arriesgados, cuyo debut, Mercurio en primavera (2017; España, 2021), le valió los elogios de la crítica y el premio nacional de novela. Una historia desgarrada y desgarradora, que corre el velo sobre tabúes como la homosexualidad y el incesto, y que destaca por un lenguaje vigoroso y un estilo exuberante y lírico.

Alí Víquez es quien con más vehemencia ha denunciado la injerencia de la Iglesia católica en la vida pública. En sus cuatro novelas ha desarrollado lo que llamo “el problema de Dios”, una serie de reflexiones filosóficas sobre la naturaleza del bien y el mal, la moral y la sexualidad. El fuego cuanto te quema (2015, premio nacional) o El viaje del Beagle constituyen ejemplos de novelas de tesis en nuestro país.

La ciencia ficción también ha tenido un repunte fundamental. Diversas antologías reúnen a distintos autores; la edición independiente abraza el género, se desarrollan grupos enfocados en él. Algunos nombres destacados son Daniel Garro Sánchez (Deus ex machina, 2009), Jessica Clark (Telémaco, 2014) o Laura Quijano (Señora del Tiempo, 2014).

Otro tipo de novelas también cambia las reglas del juego y la mirada, relatos cosmopolitas, llenos de humor, nostalgia y situaciones de la vida cotidiana; quizá los últimos coletazos de la gen X. El feo y los ciegos (2019, traducida y publicada originalmente en Francia, 1999), de Jesús Vargas Garita, cuenta un amor de juventud en la costa italiana, hasta el desencanto del regreso al país de origen. Por su parte, Diario de Finisterre (2014), de G.A. Chaves, es un texto sutil e ingenioso que narra los rituales diarios de Galsonati, un profesor de música que se enfrenta al final de su matrimonio. El papel de Chaves ha sido además decisivo en otros ámbitos, como poeta, librero, editor y traductor.

Las novelas de Catalina Murillo (Marzo todopoderoso, 2003; Maybe Managua, 2018) recorren también un paisaje sentimental entre España y América y se cuestionan el papel de las mujeres en sus relaciones amorosas, aspecto que también es posible rastrear en Parque de Diversiones (2010, premio UNA Palabra), de Laura Casasa.

Estas historias se gestan en medio del desencanto finisecular y la incertidumbre del nuevo siglo, como la novela de Juan Murillo La costa luminosa (2018), que recrea el agitado ambiente de los años 90, a partir de la figura de David Maradiaga (1968-1995), uno de los escritores emblemáticos de esa generación, fallecido en circunstancias no esclarecidas.

En esa tesitura finisecular, de corte más juvenil, con un estilo más cercano a lo que el mercado cataloga como millennials, podemos mencionar la obra de Juanjo Muñoz Knusden (Genial 2006) o Diego Delfino (Mi novia se cayó en un pozo ciego).

Carla Pravisani y Karla Sterloff son dos autoras que sobresalen. Pravisani se mueve entre cuentos que retratan el interior de la Argentina (su país natal) o el clima político centroamericano, como en su novela Mierda (2018, premio nacional), que explora la fallida campaña por la presidencia de Nicaragua de Herty Lewites en 2006. Por su parte, Sterloff aborda la violencia y los feminicidios, como las desapariciones de mujeres en Ciudad Juárez, en su volumen de relatos La mordiente (2014, premio nacional)

Los géneros literarios se transforman, los límites se borran. La no ficción y la ficción se cruzan. Es el caso de Luis Chaves. Si bien su poesía y sus artículos tienen muchos puntos de encuentro, la metamorfosis fue editorial: Lanzallamas reeditó Asfalto (2012, publicada originalmente por Perro Azul como poemario en 2006) como una novela. A esta le siguieron Salvapantallas (2016, que captó la atención de Seix Barral) y posteriormente Vamos a tocar el agua (2017), crónica de su estadía en Berlín.

María Montero, compañera de armas de Luis, con dos poemarios se ha asegurado un lugar en el parnaso costarricense, gracias también a su extraordinaria labor periodística, creadora de perfiles emocionantes e inteligentes. Fieras domésticas (2019), conjunto de entrevistas con diversos protagonistas de las calles y los barrios de nuestras urbes da fe de ello.

Por su parte, Camila Schumacher, poeta y autora de obras infantiles, consiguió el favor de la crítica y el premio nacional de cuento con Atrevidas. Compilación de relatos de mujeres trans (2019), lo que provocó polémica precisamente por el cuestionamiento del género literario y la naturaleza de los relatos.

En el ámbito de los cuentos sobresalen Sergio Arroyo, Germán Hernández y Cristopher Montero Corrales. Arroyo cuenta con cuatro volúmenes, entre ellos, Plancton (2016) o País de lluvia (2018), que abordan temas mitológicos, las consecuencias de la tecnología y arrojan una mirada desoladora sobre el mundo contemporáneo, como en “Americana”, uno de sus cuentos mejor logrados. 

Hernández, al igual que Arroyo, también irrumpe en el ámbito de lo fantástico, a la vez que rinde tributo a los relatos detectivescos y a la literatura pulp, sin descuidar la denuncia, con los volúmenes Variaciones para una ficción (2010) y La colina de los niños (2015). Por su parte, Montero Corrales ha sabido construir un universo particular con base en la ironía y el relato íntimo, para cuestionar el concepto de familia, con su libro Los cerdos comen bellotas (2018, premio nacional).

También destaca Guillermo Barquero, con una obra extensa ampliamente reconocida, entre cuyos libros podemos citar Metales pesados y El diluvio universal (ambas 2009, premio Áncora de cuento y novela, respectivamente). Su estilo es abigarrado, asfixiante, de un barroquismo que hunde su mirada en la decadencia del cuerpo.

No podemos evadir el aporte de Carlos Fonseca (quien nació en Costa Rica, vivió en Puerto Rico y Estados Unidos y ahora radica en Londres), fichado por Anagrama, que publicó Coronel Lágrimas (2015) y luego Museo animal (2017), novelas trasatlánticas que siguen la estela de Bolaño y Piglia. Emparentado en ciertos temas y tonos, también en su periplo en el extranjero, Daniel Quirós ha retomado otro nicho: la novela policiaca, con su interés en el comentario social, con libros como Verano rojo (2010, premio nacional) o Mazunte (2015).

Finalmente, pero no menos importante, Fabián Coto Chaves ha construido un perfil narrativo singular. Es quizá el único representante de lo que podría llamarse costumbrismo cosmopolita. El país de las certezas (2015) es una serie de estampas sugerentes y llenas de personajes curiosos y entrañables. Días de proletarización (2017) es el diario de un empleado, un relato ingenioso como pocos. La idea del costumbrismo se afianza cuando el autor afirma que hace nature writing, como en El conejo de la quebrada (2019), novela que recupera la flora y fauna en el lenguaje y constituye una especie de Moby Dick minimalista, donde un conejo toma el lugar de la ballena, en un registro menos épico, más lírico.

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La narrativa costarricense ha tenido un giro significativo en estas primeras dos décadas del siglo XXI, gracias a la recuperación de temas conflictivos o estilos vanguardistas y sobre todo a la irrupción de voces que han decidido adoptar riesgos mayores y explorar ideas más incisivas, con un lenguaje desbordado y contemporáneo. En esta transformación, no cabe duda del papel que algunas editoriales independientes (Perro Azul, Lanzallamas, Germinal, Los Tres Editores, Uruk, Espiral), así como un circuito de pequeñas librerías (Libros Duluoz, La Librería Andante, Librería Francesa) han desempeñado, lo cual ha permitido que el medio literario se avive y que en algunos casos también se generen cambios en la edición pública. Lo que falta son políticas culturales integrales de largo alcance, que potencien el mercado editorial y auspicien ese renacer de la literatura costarricense, un universo tan rico como aún inexplorado, junto con un interés genuino del medio internacional por llegar a conocerlo.

Gustavo Solórzano-Alfaro

GUSTAVO SOLÓRZANO -ALFARO (Alajuela, 1975) es un escritor costarricense, autor, entre otros libros, de Nadie que esté feliz escribe (Santiago de Chile: Nadar Ediciones, 2017-2021) y La oscuridad intacta (edición y traducción de poemas escogidos de Dana Gioia, Valencia: Pre-Textos, 2020). Coautor del volumen 20 sobre 21. Literaturas costarricenses del nuevo siglo: ensayos (San José: ECR, 2021). Trabaja como editor y vive en su ciudad natal, con Elsa y César.