De todas las literaturas latinoamericanas, la cubana es una de las mejor representadas, junto a la argentina, la mexicana y la brasileña, en la edición francesa. Una amplia muestra de novelas y, en menor medida, de cuentos, ensayos, poesía y textos dramatúrgicos cubanos han estado presentes en los catálogos editoriales franceses desde antes, incluso, de que la revolución castrista (1959) pusiera a la mayor de las Antillas en el centro de interés mediático internacional.
Cualquier lector que se interese en las letras hispánicas reconocerá los nombres de clásicos cubanos como José Martí (1853-1895), Alejo Carpentier (1904-1980), Nicolás Guillén (1902-1989), José Lezama Lima (1910-1976) Virgilio Piñera (1912-1979) o Lydia Cabrera (1899-1991), a figuras de la segunda mitad del siglo XX como Guillermo Cabrera Infante (1929-2005), Reinaldo Arenas (1943-1990) o a contemporáneos como Leonardo Padura, Zoé Valdés, Eduardo Manet, Pedro Juan Gutiérrez y Karla Suárez.
Sin embargo, la literatura infantil y juvenil, que es uno de los géneros más característicos y uno de los pocos prácticamente surgidos con el régimen que no solo revolucionó a un país necesitado de reformas, sino que introdujo el socialismo en el hemisferio occidental, resulta prácticamente desconocida en Francia. Apenas un puñado de títulos (casi todos del autor de estas líneas) han sido traducidos al francés. Y si no es difícil aventurar algunas razones de fondo y coyuntura, tampoco deja de llamar la atención el contraste entre ese desinterés galo y la abundante presencia en España, Argentina, México o Colombia de títulos y autores de la LIJ cubana contemporánea.
Antecedentes
Las primeras obras cubanas para niños aparecen en torno a los años 1840: poesías y narraciones incluidas en libros vinculados a la enseñanza (escuelas privadas criollas en su mayoría) y ocasionalmente difundidas en publicaciones periódicas de la isla, entonces colonia española. Sin embargo, un verdadero discurso literario adaptado a la sensibilidad y necesidades de la infancia, sólo aparece cuando el escritor y político independentista José Martí (1853-1895) publica en su exilio neoyorkino La Edad de Oro, revista para los niños de Hispanoamérica cuyos cuatro volúmenes, compilados en libro a partir de 1921, se convierten –por su hondura, calidad de escritura, comprensión de la mentalidad infantil, y variedad en géneros, temas y formas– en un clásico de referencia continental.
La Edad de Oro inaugura un rasgo que caracteriza la literatura infantil y juvenil cubana hasta nuestros días: la participación en las inquietudes político-sociales, sin renunciar a la originalidad estética ni desatender las necesidades y capacidades de su peculiar destinatario… aunque en diversos momentos de su desarrollo el peso de la función educativas desmientan mi último aserto.
Durante la primera mitad del siglo XX, los niños cubanos no son vistos como un colectivo consumidor suficiente para sostener una actividad editorial específica, y los títulos que se les destinan son pocos, han dejado escasa huella y han sido apenas estudiados. Como en otros países de Hispanoamérica, no es raro encontrar textos que podemos considerar literatura infantil dentro de volúmenes para adultos de figuras tan destacadas como Nicolás Guillén, Mariano Brull o Emilio Ballagas, y títulos explícitamente destinados a los chicos como Romancero de la maestrilla (1936), de Renée Potts o Niña y el viento de la mañana (1937) e Isla con sol (1945), de Emma Pérez Téllez; pero más consensuales son Hilda Perera, con sus socialmente comprometidos Cuentos de Apolo (1948) y Dora Alonso, quien crea la primera serie teatral infantil con Pelusín y los pájaros (1956) y El frutero Pelusín (1957). Completa la oferta editorial para la niñez el trabajo de los pedagogos Herminio Almendros y Ruth Robés, quienes recopilan y reescriben cuentos, poemas, mitos y leyendas de tradición universal en volúmenes de gran popularidad como Había una vez (1946), entre otros.
El régimen instaurado en enero de 1959, echa las bases para la masificación de una literatura infantil nacional con la campaña de alfabetización, la reforma del sistema nacional de educación y la fundación de un aparato editorial. La propaganda ideológica y otras formas de didactismo fueron prioritarios en los años 60 y 70, pero esto no impidió a diversos autores demostrar ambición estética y una relativa autonomía ideo-temática en sus obras en verso y prosa.
La moderna literatura infantojuvenil cubana (hablo de un movimiento con objetivos estratégicos y con la palestra completa de géneros que componen la especialidad, y no se obras aisladas) se desarrolla en la etapa revolucionaria, pero no por ello se ha de excluir a escritores que paulatinamente van instalándose fuera del país y que disienten del proyecto cultural castrista (inicialmente nacionalista-democrático, a continuación socialista y, en los últimos treinta años, nacionalista-autoritario). La fecha de nacimiento de esta literatura es muy precisa: 15 de diciembre de 1959. Es la fecha del colofón de Navidades para un niño cubano; compilación de cuentos, relatos y estampas donde se yuxtaponen valores cristianos y del nacionalismo agrarista y justiciero de la primera etapa de la Revolución. El ateísmo que forma parte del modelo socialista decretado por Fidel Castro en abril de 1961 condena dicha opera prima a prematuro olvido, pero algunos de sus dieciséis autores continuarán publicando.
Es a mediados de los 60 que aparecen los primeros ejemplos de lo que podríamos considerar el canon de la literatura infantil cubana: Dora Alonso publica la primera novela de aventuras, también precursora en la temática ecológica, Aventuras de Guille, así como su muy personal compilación de relatos afrocubanos, Ponolani. Por su parte, Anisia Miranda narra en Becados la iniciación juvenil en la nueva circunstancia social, y trasmite un mensaje similar a los más chicos en La primera aventura, valiéndose de animales antropomorfizados. Memorias de una cubanita que nació con el siglo, de Renée Méndez Capote, se convierte en literatura juvenil gracias a su humor y estilo directo. El más famoso de los cuentistas cubanos, Onelio Jorge Cardoso, reúne en Tres cuentos para niños, unos textos caracterizados por su filosofía, lenguaje y formas muy criollos. Mirta Aguirre, Dora Alonso, David Chericián, Froilán Escobar y otros presentan en publicaciones periódicas como Pionero y Mujeres los primeros poemas de calidad (reunidos en libro solo a partir de 1974), junto a cuentos de autores que, como Ivette Vian, brillarán en la década del 80.
La radicalización del régimen castrista, particularmente aguda entre los años 1968 y 1971, engendra un programa de desarrollo de la literatura para niños y jóvenes que le atribuye el triste papel de « vehículo de ideas » e « instrumento de formación comunista », pero incrementa, diversifica y promueve la oferta editorial, reclutando nuevos autores al tiempo que permite la expansión de los que ya estaban manos a la obra.
De la etapa entonces iniciada sobreviven libros escritos a finales de los sesenta cuya publicación se retrasa hasta 1974: el vasto y rico poemario Juegos y otros poemas, de Mirta Aguirre y el libro de cuentos Caballito blanco, que confirma a Onelio Jorge Cardoso en una línea de humor criollo y temas trascendentes, que será imitado, pero jamás igualado en los diez años que siguen. Entre las novedades sobresalen El cochero azul (1975), de Dora Alonso, noveleta que introduce el realismo mágico en la narrativa infanto-juvenil cubana; Cuentos de Guane (1975), donde Nersys Felipe aborda con lirismo el tema de la muerte, asumiendo el punto de vista infantil de una manera completamente nueva, y Siffig y el vramontono 45-A (1979), de Antonio Orlando Rodríguez, primer libro de ciencia-ficción para niños del país.
Primera madurez: los años 80
En los años ochenta lo genuinamente literario empieza a equilibrar la función educativa que dominaba hasta entonces el panorama del libro para niños y jóvenes.
Dora Alonso consolida su realismo mágico criollo con la novela El Valle de la Pájara Pinta (1984) y los poemarios, de formas sencillas, fondo filosófico y frecuentes raíces folclóricas La flauta de chocolate (1980), Los payasos (1986). Onelio Jorge Cardoso dedica a los niños su única novela, Negrita (1984), en la que combina denuncia social y un amor a la naturaleza que recuerda a Jack London. David Chericián edita al fin sus libros de poemas hondos, divertidos y sabiamente rítmicos: de Dindorindorolindo (1980) a ABC (1987). Excilia Saldaña recrea relatos afrocubanos con la prosa primorosa de Kele kele (1987), y en los versos perfectos de Cantos para un mayito y una paloma (1983) pone la ternura de la maternidad. Aramís Quintero sienta escuela con su poesía depurada y nostálgica de Maíz regado (1981), Fábulas y estampas (1987). Ivette Vian enriquece el humor desenfadado de sus inicios con una veta mágica en La Marcolina (1987), Mi amigo Muk Kum (1989). Antonio Orlando Rodríguez refresca el relato informativo con Cuentos de cuando La Habana era chiquita (1984), antes de acuñar su efervescente realismo mágico urbano en Mi bicicleta es un hada y otros secretos por el estilo y Concierto para escalera y orquesta (íntegramente publicados solo en los 90). Luis Cabrera Delgado mezcla audazmente ficción e historia en Antonio, el pequeño mambí (1985), y combina la espontaneidad de la oralidad y los recursos posmodernos en Tía Julita (1987). Mientras, Hilda Perera, la más destacada autora que vive entonces fuera del país, publica Kike (1984), primera novela infantil que aborda el problema de la identidad en las familias divididas por la revolución castrista.
Es incuestionable que la narrativa domina a fines de los años 80, enriqueciéndose la escasa bibliografía de la novela con aventuras (El enigma de los Esterlines, 1980, de Antonio Benítez Rojo), detectives (El misterio de las Cuevas del Pirata, 1981, de Rodolfo Pérez Valero) o historia (La fogata roja, 1985, de Eliseo Alberto) mientras el cuento, todavía dominante, explora variaciones por el camino de la fantasía, el humor, la ciencia ficción o la ecología.
Algunos títulos de calidad vienen a compensar la difracción entre una actividad escénica de creciente interés y la publicación de textos dramatúrgicos escasos o de poca calidad que denunciara Gerardo Fulleda, autor de las muy elogiadas piezas Provinciana (1989) y Chago de Guisa (1990), en el Coloquio Internacional de Literatura Infantil y Juvenil Cubana (La Habana, 1988). Otros textos dramáticos interesantes, todos publicados en 1981 son: ¡Llega el circo!, de Freddy Artiles, Los tres pavos reales, de Ignacio Gutiérrez y El pequeño buscador de nidos, de Francisco Garzón Céspedes.
Aspecto indisociable de la literatura infantojuvenil, la ilustración y el diseño reducen en los años 1980 su tradicional pasividad frente al texto. Ilustradores de brillante trayectoria como Eduardo Muñoz Bachs y Reinaldo Alfonso, de amplia experiencia como Ubaldo Ceballos y Bladimir González, o como los experimentadores Enrique Martínez, Lázaro Enríquez y Miriam González, reciben el refuerzo de artistas plásticos que abandonan momentáneamente el lienzo para ilustrar libros: Rapi Diego, Roberto Favelo o Zaida del Río, y por artistas de diversa formación y mucho talento como Manuel Tomás González y Vicente Rodríguez Bonachea.
Por su parte, la crítica del libro infantil y juvenil continúa el proceso iniciado en la segunda mitad de los 70 y se hace más presente en diarios y revistas, destacándose las firmas de Waldo González López, Enrique Pérez Díaz, Freddy Artiles, Joel Franz Rosell y José Antonio Gutiérrez; pero los escasos ensayos se limitan a la descripción y la normativa. Alga Marina Elizagaray domina los años 70-80 con una activa difusión de los aportes teóricos desarrollados en diversos países y épocas, y de datos sobre el desarrollo de la especialidad en el país.
Los 90: época de cambios
Con la desaparición del « Campo Socialista », Cuba se ve afectada por una crisis material y espiritual que golpea duramente la actividad editorial: se reducen el número de títulos y ejemplares, se pierde calidad en diseño e impresión, merman los premios literarios y casi desaparece la crítica. Numerosos ilustradores y escritores emigran y entre ellos figuran muchos de los nombres que venían dominando la escena en los últimos siete u ocho años.
Muchos de los libros publicados entre 1990 y 1995 habían sido escritos e incluso premiados a fines de los 80, por lo que no reflejan los cambios económico-sociales y estéticos de la nueva época. Pero paulatinamente van apareciendo obras que, si no muestran la crisis que viven autores y lectores, sí permiten apreciar la maduración de creadores que, en número creciente, comienzan a publicar. Es el caso de dos libros casualmente publicados el mismo año de 1994: el muy imaginativo El país de los mil paraguas, de Carlo Calcines y Mi amigo Juan, de Alberto Domingo González, que sorprende con su hábil combinación de encuesta policial, relato psicológico e incluso géneros narrativo y dramatúrgico. Por su parte, Luis Cabrera Delgado examina el mundo de niños y adolescentes con las armas del realismo fantástico (Pedrín, 1990) o el realismo crítico (Ito, 1997), sin renunciar a temas más risueños. Gumersindo Pacheco aborda con desopilante humor la vida adolescente en María Virginia está de vacaciones (1994) y María Virginia, mi amor (1998).
La descomposición del modelo socialista es abordada sobre todo por escritores que residen en la isla al menos en el momento de publicar, dentro o fuera del país, la obra en cuestión. Inicialmente, el tema fue tocado con la prudencia de la parábola (La princesa del retrato y el dragón rey, de Iliana Prieto), para ir ganando en franqueza (El oro de la edad, de Ariel Ribeaux; Cartas al cielo, de Teresa Cárdenas; Las cartas de Alain, de Enrique Pérez Díaz), hasta terminar por convertirse en la main stream de la narrativa cubana para chicos… a veces perdiendo en cuidado estilístico y compositivo.
Es, no obstante, época de diversidad temática. En Sueños y cuentos de la Niña Mala, Julio Llanes sintoniza con la visión del mundo y el universo literario de dos grandes figuras de la época pre-revolucionaria: Onelio Jorge Cardoso y Raúl Ferrer, a quienes incluso emplea como personajes mientras que en Paquelé se aleja aún más, al imaginar la vida de un esclavo doméstico en una pequeña ciudad cubana en los años 1860. Por su parte, Emma Artiles entabla en Ikebana una relación textual con los últimos años del siglo XIX, a la manera de un Julián del Casal que se hubiera vuelto un poquito más loco y divertido. Por su parte, Aramís Quintero y Pepe Pelayo, residentes en Chile, publican El abuelo de Dios, una interesante novela en forma de realismo mágico absurdo, sin localización precisa pero que hace pensar en una Latinoamerica estilizada.
La poesía termina de perder en los 90 la supremacía que tuvo de mediados de los 70 a principios de los 80. Este género fue muy utilizado como vehículo de ideologización al punto que prácticamente no había poemario que no concluyera con una sección de versos patriótico-ideológicos, por no hablar de los cuadernos enteramente consagrados al tema. No es que en los últimos diez años del siglo se escriba menos poesía, sino que aumenta la proporción de cuentos, noveletas y novelas. Más que menguar, la poesía cambia de signo; esto se percibe desde títulos relativamente tempranos como Acuarelas, de Alberto Lauro, Lindo es el sapo y Corazón asustado, de Ramón Luis Herrera o El amor de los pupitres, de Félix Guerra, seguidos por Cantos de camino, de Luis Caissés, o El cartero llama tres veces, de José Manuel Espino.
Algunos autores expatriados resuelven su alejamiento de la realidad y el lector nacional mediante la estilización formal y la universalización de sus temas y escenarios. Si Froilán Escobar ya había usado antes su castellano barroco y subjetivo, la reinvención poetizada del espacio y el enfoque simbólico y filosófico son propios de los libros que publica tras instalarse en Costa Rica (Ana y su estrella de olor, El patio donde quedaba el mundo). En Los cuentos del mago y el mago del cuento, Las aventuras de Rosa de los Vientos y Perico el de los Palotes, y Vuela, Ertico, vuela, Joel Franz Rosell aborda problemáticas universales sostenidas en tramas imaginativas donde el lenguaje cumple un rol activo. Antonio Orlando Rodríguez, que ya había mostrado un compromiso más obvio con la realidad en el cuento Yo, Mónica y el monstruo, refleja en Disfruta tu libertad, una comprensión lúcida de los adolescentes de Colombia, país donde reside varios años, antes de instalarse en los Estados Unidos. Hilda Perera, por su parte, narra la experiencia de la emigración clandestina, la vejez, la creación literaria y el choque cultural en su hermosa novela, por momentos autobiográfica, La jaula del unicornio.
La diversidad genérica, que comenzaba a hacerse claramente perceptible desde mediados de los 80, se ve frenada por las circunstancias económicas y sociales de la crisis llamada oficialmente “Período Especial”. Es particularmente visible en el estancamiento del libro informativo y en la profundización del divorcio entre una actividad escénica que ha sabido innovar en la forma y eludir los estereotipos temáticos, y la publicación escasa de textos dramatúrgicos donde son excepcionales de piezas de la creatividad y adecuación de Para subir al cielo se necesita…, de Esther Suárez y Romance del papalote que quería llegar a la Luna, de René Fernández Santana (quien ya se había destacado con las piezas de raíz afrocubana recogidas parcialmente en Reinas y leyendas).
Libros para los niños y jóvenes del siglo XXI
El abordaje crítico de aspectos decepcionantes de la realidad cubana se ha ido acentuando hasta convertirse en marca de la narrativa infantojuvenil con figuras hoy indisociables de la tendencia como Enrique Pérez Díaz y sus melancólicos Las cartas de Alain y El niño que conversaba con la mar, Mildre Hernández con la muy paródica Memorias de una vaca y el humor ácido de Una niña estadísticamente feliz o Eldys Baratute con los toques grotescos de Marité y Cucarachas al borde de un ataque de nervios. Otros autores asumen los llamados “temas tabú” con brío, aunque con menos frecuencia, como el conocido poeta José Manuel Espino con su novela a base de e-mails Papá.com, Elena B. Corujo con la desgarradora La tienda de nadie, Yamil Ruiz, con Alicia (una niña mil veces más incorrecta que la de Lewis Carrol) y Eudris Planche Savón, con una Hermanas de intercambio que cuestiona la familia y la escuela.
De alguna manera, Luis Cabrera Delgado había inaugurado la etapa con su novela juvenil, tan celebrada como polémica ¿Dónde está la Princesa?, primera y acaso única obra del género en abordar el impacto mortal del VIH en adultos marginales y niños. Autor prolífico e inquieto, Cabrera universaliza el reconocible espacio de la Cuba actual en parábolas tan ingeniosas como El misterio del pabellón hexagonal y Camposanto florecido, aunque muchos de sus libros ni siquiera mencionan el país donde vive.
Fenómeno relativamente reciente es el desarrollo de una literatura juvenil y, sobre todo, para jóvenes adultos, que se expande por los campos de la distopía, la fantasía heroica, la ciencia-ficción y, en menor medida, el policial y las historias de terror y misterio. La popular colección Ámbar, de la editorial Gente Nueva comienza a tener émulos en algunas de las más sólidas editoriales territoriales. Entre los autores más destacados de la tendencia están Yoss, Michel Encinosa Fú, Eric Flores Taylor, Bruno Henríquez, Elaine Villar Madruga, Erick Mota y Raúl Aguiar.
Entre los escritores cubanos para niños que poseen una bibliografía más abundante, muchos eran desconocidos, o casi, antes de salir de Cuba. Es el caso de Alma Flor Ada, cuya bibliografía en verso y prosa, generalmente destinada a los más pequeños, cubre varias décadas, y Yanitza Canetti, otra prolífica autora que, como la anterior, reside y publica mayoritariamente en Estados Unidos. Diferente es el caso de Andrés Pi Andreu, que prosigue desde Estados Unidos la brillante carrera iniciada en Cuba y consigue en títulos como Lo que sabe Alejandro y 274, recrear con eficacia la cultura mezclada de niños emigrados.
No demasiados autores expatriados han conseguido proseguir una auténtica carrera editorial. Bastante excepcional es el caso de Sindo Pacheco, quien publica fuera del país un título tan crítico como Las raíces del tamarindo (2001) y dentro, otro igual de bien escrito, pero menos incómodo como El beso de Susana Bustamante (2019). Antonio Orlando Rodríguez, por su parte, apenas ha publicado en Cuba desde que emigró, pero tiene numerosos cuentos y poemas en prosa en varios países del continente como El rock de la momia y otros versos diversos (2005) o Cuento del sinsonte olvidadizo (2010). Por su parte, Joel Franz Rosell, que solo había publicado dos libros antes de abandonar Cuba en 1989, cuenta actualmente con una treintena de títulos en España, Francia y América Latina; tanto de ambiente cubano como Mi tesoro te espera en Cuba (2000-2002), Exploradores en el lago (2009) o La Isla de las Alucinaciones (2017), como textos localizados en otros territorios y épocas como La leyenda de Taita Osongo (2004-2006), Concierto nº7 para violín y brujas (2013) o El plátano aventurero (2020).
La ilustración comienza a recuperarse de las dificultades sufridas por la edición cubana en la década de los 90. Ilustradores de larga trayectoria como Manuel Tomás González y Ares han confirmado su talento y jóvenes como Valerio (Yunier Serrano), Yancarlos Perugorría, Adrián González Rizo, Eduardo Sarmiento o Nelson Ponce aportan tinta fresca a la edición nacional. Mientras, en el exterior también se consolida el trabajo original y expresivo de Enrique Martínez Blanco, Luis Castro Enjamio y Ajubel, quien seis años después de ganar el Nacional de Ilustración de España con El pájaro libro (2002), conquistó el codiciado Bologna Ragazzi Award 2009 con su novela gráfica (sin texto alguno) Robinson Crusoe.
Dentro de la isla, la actividad crítica no ha recuperado el alcance que tuvo en la segunda mitad de los 80, pese a la existencia de eventos dedicados al libro para niños y jóvenes como el encuentro internacional “Para leer el XXI” o el nacional “Una merienda de locos”, ambos en La Habana, y el “Encuentro Nacional de Literatura Infantil y Juvenil” (Sancti Spiritus). Este último publica las memorias de cada edición, dando así a conocer investigadores vinculados a la enseñanza de literatura infantil en los institutos pedagógicos. La veterana revista “En julio como en enero” (fundada por la editorial Gente Nueva en 1984) y “Bijirita” (de la editorial Cauce, más reciente) son espacios más regulares, aunque no necesariamente puntuales, en la promoción de libros e ilustración para chicos, mientras los espacios en la web explotan mal sus amplias posibilidades; menos escasez de críticos que no sean al mismo tiempo escritores que por la corta vida de las ediciones infantojuveniles.
La editorial Gente Nueva (fundada en 1967, es la más antigua del país y la única enteramente consagrada al público infantil y juvenil) posee una colección de ensayos que, de ser más abundante y rigurosa en la elección de sus títulos, hubiera contribuido eficazmente a la constitución de un más sólido basamento teórico de la especialidad. La publicación del Diccionario de Autores de la Literatura Infantil Cubana, minucioso y sólido aunque desactualizado ya en el momento de su aparición en 2014, pone un poco de orden en un panorama difícil de valorar en su conjunto por la dispersión internacional de los autores y sus títulos, la incoherente política de reediciones de títulos canónicos, y la fragmentación y mala distribución de la producción editorial de las últimas dos décadas. En el exterior destaca el tándem Antonio Orlando Rodríguez & Sergio Andricaín con numerosos estudios y compilaciones en torno a la literatura infantil y juvenil latinoamericana (paradójicamente, la cubana no ocupa el lugar de honor). Ambos son los responsables de la Fundación Cuatrogatos, que desarrolla una amplia labor de promoción a través, en particular, del portal electrónico Cuartrogatos.org.
El más importante cambio estructural de la edición cubana para niños y jóvenes ocurrido en las últimas décadas es la creación del “sistema de ediciones territoriales” que puso fin al centralismo editorial capitalino, con el casi monopolio de la editorial Gente Nueva (instalada en La Habana como las editoriales Unión y Casa de las Américas; que publicaban un puñado de títulos anuales, básicamente los laureados de sus respectivos premios). Solo al otro extremo del país la Editorial Oriente aportaba los títulos de los escasos autores que, por entonces, se consagraban a los chicos en su región.
El sistema de ediciones territoriales es, sin dudas, la única consecuencia positiva de la crisis de los 90. La creación de una o más editoriales en cada capital de provincia, consolidada con la dotación de pequeñas imprentas tipo RISO, abrió las puertas de la edición a escritores –en particular del interior del país– que nunca antes, o muy poco, habían conseguido publicar. La literatura infantil fue probablemente el género más favorecido por esta diversificación de firmas, pues los niños son el público lector más abundante en Cuba y los libros que se les destinan, al ser más breves, consumen menos papel y presentan menos problemas de encuadernación a los talleres disponibles a ese efecto en las provincias.
Así pues, aumentó la nómina de autores y también la cantidad de títulos… Pero no todo fueron ventajas: las imprentas RISO no pueden hacer grandes tiradas y los autores –para incrementar sus ingresos y estabilizar su presencia en el panorama literario– multiplican títulos que resultan prácticamente predestinados a poco durar en el mercado. Por otra parte, la imposibilidad técnica de imprimir ilustraciones en color y con buena definición incita a preferir los cuadernos de cuentos y las noveletas a la narración independiente (en Cuba el formato álbum solo adquiere verdadera visibilidad en años recientes, y aun así en escasas editoriales), lo que trae no pocas consecuencias en cuanto a las edades de destino y el género (la narrativa domina, seguida de la poesía y, de muy lejos, del texto dramatúrgico y del libro documental).
Como los derechos de autor no son porcentuales sino que se limitan a un pago único, sin relación alguna con el volumen de ventas, es perceptible en los autores y aún en los propios editores, un cierto menosprecio hacia la recepción. Si esto puede ser considerado como incremento en libertad de creación, en los hechos genera pérdida de contacto con el muy específico destinatario del libro para niños y adolescentes.
Al depender de las pequeñas editoriales e imprentas provinciales, la mayoría de los títulos producidos en Cuba en las últimas dos o tres décadas ha tenido una circulación restringida a su provincia o a las limítrofes, apenas prolongada por la red Ateneo de librerías especializadas. Muchos títulos carecen de crítica y los encuentros con el público no procuran suficiente “retorno” a los autores, quienes generan una relación poco sana con un limitado círculo de iniciados. La reimpresión de títulos –incluso aquellos que consiguen éxito de público y crítica, y los clásicos o canónicos– es extremadamente rara. Pero incluso cuando se le ofrece la ocasión de publicar, los autores prefieren dar paso a inéditos… que no siempre han alcanzado la necesaria madurez o carecen de fuerza renovadora.
Empecé diciendo que la literatura infantojuvenil cubana siempre ha mantenido una relación estrecha con las problemáticas de su tiempo. Ello explica la gran cantidad de títulos que hoy reflejan el desencanto ante un modelo nacionalista-autoritario de Estado que solo en retórica garantiza las necesidades básicas de la población. Los niños y adolescentes comparten con sus adultos las escaseces materiales, la desmotivación, la corrupción y el derrumbe de los servicios (educación, salud, jubilaciones) y de diversas estructuras fundamentales (vivienda, vías de comunicación, agua, electricidad). El problema es que, en un país donde no hay libertad de prensa, muchos escritores utilizan el libro infantojuvenil para expresar su decepción, sin precisar las verdaderas causas del problema. Los llamados “temas tabú” dominan hoy el panorama editorial (son los libros más frecuentemente premiados y elogiados por la crítica) con una pléyade de familias disfuncionales, adultos violentos o incapaces (como padres o maestros) de cumplir su función de formación y protección de los más jóvenes. Paradójicamente, los escritores –que no pueden decir francamente que todo ello es resultado de un modelo sociedad y de ejercicio del poder fallido– tampoco cumplen su misión de formación y protección de niños y adolescentes a través de la literatura.
París, 31 de diciembre de 2021
Joel Franz Rosell
Joel Franz Rosell (Cuba, 1954) es escritor, ilustrador y crítico de literatura infantil y juvenil. Reside en París, de manera más o menos permanente, desde 1994. Ha publicado treinta y cinco libros para niños y adolescentes en doce países y una decena de lenguas, especialmente en España, Francia, Cuba, México, Argentina, Colombia, Brasil y otros países de Europa y Asia. Ha desarrollado una importante labor de investigación y crítica del libro infantojuvenil.
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