La cuadra de Gilmer Mesa por Camilo Bogoya

Gilmer Mesa, La cuadra, Random House, 2016

La cuadra de Gilmer Mesa: novela de duelo y poesía

Hay primeras novelas que suscitan la vergüenza y la conmiseración, ejercicios que es mejor olvidar. En otros casos, más felices y menos frecuentes, las primeras obras inspiran una aprobación inmediata: pienso en La invención de la soledad de Paul Austero en La ciudad y los perros de Vargas Llosa. Entre el olvido y el éxito hay una gran cantidad de matices, y, ante todo, de novelas. Gilmer Mesa pertenece a la estirpe de los que salen del anonimato con una ópera prima acabada y sin ripios. Así es La cuadra, novela que relata la vida de una generación de jóvenes abandonados a la delincuencia, en el Medellín de los años sangrientos del narcotráfico. Mesa cuenta su propia historia, y la de su hermano Alquivar, muerto, o, mejor dicho, sacrificado, como sus amigos, en una vida dominada por las bandas de maleantes y la necesidad de sobrevivir en medio del combo.

La cuadra es una novela de personajes, de pequeñas biografías. La novela avanza como un caleidoscopio, narrando la vida, el esplendor y la muerte de un personaje, luego de otro, luego de otro, personajes que rodean al narrador, hacen parte del barrio, amigotes que crecen y se destruyen juntos. Sin embargo, detrás de este deambular de carreras criminales, hay dos historias subterráneas. En ellas reposa el suspenso y la motivación del lector para no soltar el libro: la historia del hermano muerto, y la del narrador que, a pesar de su bajo perfil, no tiene otro destino que pertenecer al clan. Dos historias que son dos preguntas: ¿cómo y por qué muere el hermano? Y, ¿cómo el narrador, el único sobreviviente, sale de ese mundo para convertirse en escritor? La segunda es la pregunta más secreta de la novela. Pero ambas preguntas se van aplazando, mientras desfilan personajes malévolos y llenos de ilusiones, porque la ilusión es la otra cara, más personal y subjetiva, de esos antihéroes que parecen marionetas de los carteles. Gracias al cruce de las dos historias, la muerte de Alquivar y la formación del narrador como escritor, en La cuadra leemos el testimonio de un duelo.

Fuera de los retratos y suspensos aplazados para llevar el lector hasta la última línea, La cuadra hunde sus raíces en una narrativa de periodos amplios, de sintaxis flexible y dilatada. En nuestra actualidad, en la que la moda es condensar la frase y desprestigiar cualquier giro que enriquezca el idioma telegráfico de los escritores, Mesa nos da una lección de estilo. La cuadra mezcla, con maestría y oído de bardo, los registros más populares de las barriadas con cantos sublimes y subliminales, lo más variopinto de la sensibilidad local con acentos elegiacos, mezcla y remezcla lo libresco, la canción y la calle, en una prosa que nunca se desmaya y en un ritmo avasallador, repito, en la mejor tradición de Tres tristes tigres. Mesa narra sin miedo, sin la obediencia de tantos narradores que se asustan con el lenguaje y creen que tener ritmo es escribir con un metrónomo. Narra sin miedo a las tripas, sin dar una nota en falso, narra sin reservas a la hora de desentrañar lo más degradante y perverso de sí mismo y de sus compinches. Y, como buen equilibrista, narra sin el sensacionalismo y el morbo de tantas novelas que comparten la misma temática.

Sin temor a enrojecer, puedo decir que La cuadra cumple uno de los sueños de muchos poetas: llevar el habla popular al verso. Leer La cuadra es aprender a respirar, en largas bocanadas de frescura. Y es vivir la vida de esos muertos prematuros. Y de ese país en el que todos perdimos.

Camilo Bogoya