Los ríos errantes de Miguel Tapia por Florence Olivier

Los ríos errantes es, ciertamente, la primera novela de Miguel Tapia pero engañaría a cualquiera. Apostaría uno a que se trata de una novela de madurez, la de un escritor cuyo estilo tuvo tiempo de afinarse o bonificarse. Su lector apreciará cuán mesurada y singular es la voz que narra.  

Acaso la mejor manera de distinguirla entre otras novelas mexicanas recientes será pasarla por el tamiz de las clasificaciones que tan cómodas le resultan a la crítica, –y al mercado–. Válgase pues enumerar aquí las definiciones que logra esquivar:   

—Una novela “del Norte”: No. Ni costumbrista, ni neo-folclórica, procura dar una visión intimista del mundo que recrea.  

—Una novela “de la frontera”: Menos aún. Para el joven Tona, su héroe, la frontera es un lugar de mala muerte al que sólo se acude en la peor de las derrotas.  

—Una novela sobre “la violencia”: Sí y no. Indaga de modo sutil y con no poco suspenso en la forma traicionera cómo la violencia sorprende a quienes ya ni siquiera la perciben.  

—Una narconovela: No. El narcotráfico habita la ciudad de modo constante y solapado, es a la vez lejano e inmediato. Si bien se insinúa en las vidas de los protagonistas, no cabe entre las preocupaciones de Tona, el joven héroe. No de otro modo se hace presente en la realidad de muchas ciudades.  

—Una novela realista: En cierto modo, mas no con acusados rasgos didácticos, sino que su realismo se moldea según la experiencia y la visión de la realidad del ensoñador Tona. Desde luego, en la trama otros personajes refieren su versión personal de los hechos o comentan la personalidad del joven. A partir de cierto momento, Tona se ve acosado por los rumores, los chismes y los prejuicios que rondan por el barrio y que lo terminan apresando, convirtiéndolo en otro. Sin esas voces, carecería la novela de esa jocosidad, ambigüedad e incluso discordancia que exige el genio novelesco.

—Una novela “sobre” tal o cual tema: felizmente no. Sí es, en cambio, una novela de formación: narra el aprendizaje azaroso y como jazzeado de Tona. El joven, algo rezagado en una postura de adolescente, aún ignora cuál puede ser su destino. Indolente e inclinado a la contemplación, Tona comparte su mucho tiempo de ocio con sus compinches y vecinos, pero lo distingue su oído musical, don que heredó de su madre Amelia, otro personaje entrañable de esta novela.

Tras esta prueba eliminatoria, Los ríos errantes salen limpios de toda sospecha. Se resisten a las clasificaciones en boga y afirman su libertad. Como toda novela digna de este nombre, la de Miguel Tapia es contradictoria y ambigua. Le da rienda suelta a su lector que así podrá andar a su guisa por la trama y hasta leerla una segunda vez para hacerse detective de las imperceptibles trampas que le habrá tendido el relato. Su lectura será tan vagabunda como lo es el joven Tona, o tan errabunda como el curso de aquellos sonoros ríos que nos recuerdan los “errantes sonadores” de Rubén Darío. Aquel Rubén Darío que habita insospechadamente nuestro oído, revisitado por Julio Cortázar y Miguel Tapia, quien no se muestra ingrato ni olvidadizo con sus lecturas e inspiraciones, aunque sabe desprenderse de la herencia con inaudita gracia. Esas lecturas, Tapia las toca musicalmente al estilo de aquel Django Reinhardt que escuchan fervorosos la madre y el hijo, Amelia y Tona, o como las acompasaría aquel músico de cantina, cuyo asombroso talento arrebata a quienes saben reconocerlo. Pálido, escuálido, el llamado Menonita es dotado de un envidiable muñequeo para tocar la tarola. Errantes, los ríos y los músicos señalan la distancia ficticia hacia el lugar cuyos reales y precisos contornos se difuminan en la novela: esa ciudad que cruza un río de aguas mancilladas, esa ciudad donde se celebra un tradicional medio maratón anual; esa ciudad nada distante del mar; esa ciudad que la novela se niega a nombrar, pero cuyo parentesco con el Culiacán natal de Miguel Tapia parece innegable.

Callemos su nombre puesto que tan sólo con nombrarla, acude presurosa toda la parafernalia de las ideas recibidas que traicionan su ser, al igual que traicionan todo el estado de Sinaloa. ¡Mejor vivámosla con Tona, Amelia, El Chuy, Conchita, la bella Tania Romo, El Caliche! Vivámosla desde adentro, como si allí hubiéramos nacido. ¿Existe acaso mayor generosidad por parte de un escritor que el prestarnos su universo familiar y, para ello, darle una existencia verdaderamente estética? En Los ríos errantes, la ciudad cobra vida desde las sensaciones de su mejor habitante, Tona, quien se extravía y se nortea a gusto por sus calles y sus ríos.

La ingenuidad, la inexperiencia, la distracción, el gusto por la ensoñación caracterizan a Tona quien descubrirá a costa suya, tan poseído es por sus secretos deseos de amor y música, hasta qué punto careció de intuición y agudeza ante las jugadas que se traman a su alrededor. Semejante ingenuo podría recordar a los inocentes pícaros de un Ibargüengoitia, aunque Los ríos errantes distan de encerrar alguna intención satírica. No es tal su propósito. No busca estigmatizar con gozosa ironía las costumbres de los habitantes de una ciudad del interior sino sumir al lector en la confusión de quienes, día a día, viven inmersos en una violencia latente.

Si Tona vive confundido es que, al igual que a cualquier joven, aún le toca inventar su propio arte de vivir. La cuarta de forros de la edición de Era lo compara con el joven Werther de Goethe, icono del bildungsroman o novela de formación. Y, en efecto, el editor no anda desencaminado al señalar esa originalidad de Los ríos errantes que, con firme suavidad, inician a su lector a la violencia de cierta realidad al narrar la progresiva iniciación de su héroe. Al transitar clásicamente por distintas pruebas, Tona hallará cómo resguardarse sin por ello seguir las consignas de su padre o su primo Chuy; hallará la necesaria valentía para enfrentarse a su destino con prudente audacia. Porque su miopía ante el peligro que corrió al vivir una historia de amor con la mujer que todos desean —y entre éstos, los más violentos—; la impulsividad que lo condujo a desafiar a estos sujetos, sin darse por enterado de su nocividad, lo condenan a la suerte que allí conocen ritualmente ciertas víctimas propiciatorias.

Ha de saludarse cómo entra en el relato la subrepticia mención de aquellos linchamientos, al hilo de las conversaciones, los rumores y comentarios que circulan en las fiestas que frecuentan Tona y sus amigos o vecinos. Tocado de modo musical, el tema suena primero en sordina antes de alcanzar su plena intensidad al unirse a las peripecias diarias que vive Tona en su cultivado ocio y abandono. Así, la violencia se manifiesta en la novela como un clima, un aura, un fulgor cuyo intermitente brillo surge, se oculta, deslumbra. Semejante manejo sutil del tema no deja de recordar el comentario del crítico Gianluigi Simonetti ante los aciertos y desaciertos de la novela italiana contemporánea respecto de la violencia política de los años de plomo: “Podría decirse que, en lugar de hablar de los años de plomo, la mejor literatura italiana de estos últimos años se limitó a usar sus fragmentos. No los iluminó frontalmente, sino que proyectó su sombra, dio a percibir su presencia sombría, eléctrica, atmosférica.”

Por su oblicua presentación de la violencia, tan sólo reverberada en la trama, no cabe duda de que Los ríos errantes ya forman parte de la mejor literatura mexicana de estos últimos años.

¿Bastará? No. No basta con no iluminar frontalmente los hechos o las huellas de la realidad. Aún ha de hallarse el fraseo, el justo tono, la medida de las oraciones, la redondez de los sonidos, los acordes y las disonancias en el narrar. En todo esto, descuella Miguel Tapia. No por nada es este narrador un músico renegado.

Más aún: el ritmo de la novela no sólo surge de la medida de los párrafos o las páginas sino a escala de la composición entera, que señala dónde y cómo nace el río, cómo se suman sus afluentes. Al entreverarse los caudales del relato, retorna el enigmático motivo de la huida forzosa del joven héroe, con el que arranca el fluir de la historia desde su venero: “Me dijeron, vete, toma tus cosas y no vuelvas”; se repite al llegar las aguas del segundo afluente: “Vete, me dijeron, con el gesto de quien tiende una mano generosa”; y vuelve a oírse con el crecer de esta segunda corriente: “Vete, me dijeron, con palmadas amables que cortaban el aire con el alarido de un látigo”.

Se entrecruzan los episodios a la par que las aguas de los afluentes. Se remonta el tiempo cual río cuyo curso se suspende de súbito en el instante del trauma y vuelve a correr junto con el joven hacia la línea de llegada de un medio maratón. Jadeante, a punto de franquear esa salida, el lector habrá de recordar las cuitas y los triunfos de Tona. Sabrá cuán caro cuesta vivir en paz en aquella ciudad mexicana y en los tiempos que corren cuando, al tener diecisiete –o veinte– años, uno no es serio, y los verdes tilos del paseo cuyo aroma embriagara a Rimbaud se han convertido en errantes ríos.        

Florence Olivier