Avant d’être appelée au guichet, une mère se remémore la naissance de son fils et s’afflige de son très prochain départ pour l’autre monde. À son âge avancé, sa priorité c’est de le revoir une dernière fois et pour cela, elle doit obtenir un visa. Un regard extérieur sur un personnage typique de l’univers d’Arriaga.
Intento controlar la respiración como me dijo Carla que hiciera con tanta insistencia durante las últimas semanas. Debo parecer estoica, lo que sea que eso signifique; Carla repitió tantas veces esa palabra que terminó por flotar en mi cerebro como un humo de cigarro que nunca se va. Es indispensable también decir las cosas con plena convicción de que todo lo que digo es verdad – porque lo es a fin de cuentas, casi todo lo es – pues si mis respuestas suenan a ensayo podría parecer mentira, lo que no lo es. Miro a mí alrededor. La mayoría de las personas están solas y esperan su turno con un nerviosismo que es tan solo el reflejo del propio. Tengo setenta y dos años, ya no puedo fingir demasiado bien como lo hacía antes. Ante la menor pregunta que me hagan me voy a tocar las cejas y sabrán que no pueden darme la visa, que seguramente me voy a ir a meter a un asilo para nunca más volver a México. Es algo que yo pensaría. ¿Para qué una vieja que apenas puede caminar erguida va a solicitar permiso para viajar al norte cuando antes, nunca, jamás, ni por asomo se le había ocurrido? Los motivos son secretos, puedo decir todo menos la verdad. Que mi hijo vive en Carolina del norte sin papeles desde hace más de veinte años y que me ha venido a visitar en dos ocasiones; que la segunda lo atraparon en la frontera y que estuvo detenido en una cárcel por varios meses; que lo liberaron y lo ficharon de por vida para que nunca más se atreviera a querer regresar. Pero lo hizo unos días después, cuando el sabor de la comida de la cárcel aún estaba en su boca. Y lo logró, con mis rezos o con los de todos los que nos juntamos a pedir para que pudiera pasar. Le dimos fuerza a sus brazos para que nadara y no terminara ahogado en el río; o para que de alguna manera no necesitara agua en el desierto; que sus pies resistieran las piedras de los cerros inclinados y traicioneros. No sé por dónde cruzó, nunca quise saberlo. Pero lo logró. De eso ya hace nueve años. Nueve años sin verlo. Y ahora está muriéndose sin posibilidad alguna de recuperar la salud. Me lo dijo mi nuera, una de tantas, la última. Que tengo que ir a verlo yo, que él nunca va a poder regresar porque nunca más va a poder cruzar una puerta en su vida, menos aún una frontera a miles de kilómetros de donde él está. Que si quería verlo por última vez tendría que ser yo la que fuera, lo repitió tantas veces que terminé prometiéndole que iría como fuera. Yo viajando a otro país para ver morir a mi hijo. Bonito viaje.
Cuando las enfermeras me pusieron a Diego entre los brazos no podía creer lo liviano que era, lo rojito que estaba de la frente aun húmeda de mí. Pero en mi cansancio creí también que no era mío, pues no veía en él nada mío: tenía el pelo rizado, tan chino que sus cabellos parecían remolinos mojados de un mar que nunca he visto. Pregunté si acaso no se habían equivocado de niño, ese no era el mío. El doctor, uno joven, sonriente, barbudo, tan cansado como yo, me sonrió con condescendencia y me dijo que ese niño no era de nadie más que mío. Y me enseñó las manos manchadas.
Y entonces, ¿qué haría con él? Cómo iba yo a cuidar de ese niño que se movía en mis brazos y que se pegaba a mí, me succionaba la leche; la que él mismo había mandado hacer desde el vientre para recibirla apenas saliera de mí. No lo sabía entonces y quizá nunca lo supe. Fui remando en ese río que a veces me dejaba navegarlo seguro, tranquilo, pero que en cualquier momento, sin avisar, se convertía en un torrente de pucheros, cólicos, dolores y desvelos. Aprendí mientras él aprendía a vivir, a sostener la cabeza, a mover las piernas y a chuparse los dedos de los pies como un contorsionista de circo; a levantarse y por fin, quedarse sentado con los juguetes usados que le compraba; a levantarse apoyado en una silla de la cocina mientras yo y mi mamá lo veíamos curiosas y expectantes; a atreverse a soltarse y caminar sólo cinco pasos hasta llegar a la cómoda del cuarto ignorando nuestros gritos, presas de la certeza de que se estrellaría contra el suelo.
Después de eso lo fui perdiendo un poco cada día. Ya no me necesitaba para comer, y muy pronto se molestaba si acaso me atrevía a jugar con él al avioncito. Parecía un señor pequeño, enojado con todo, especialmente con su torpeza, con su naturaleza de niño incapaz de controlar los movimientos de sus manos o de su esfínter que se negaba a avisarle cuando debía ir al baño. Y gritaba. Cómo gritaba. Le tenía que poner la mano sobre el pecho para que se calmara. Lo asustaba diciéndole que le iba a explotar y se le iban a salir las tripas y el corazón si no se calmaba. El señor dentro de él me veía enojado, furioso, sus cejas se hacían una mientras me gritaba mala, no te quiero, vete.
Tenía los ojos de su papá. De un papá por el que nunca me preguntó y por el que yo tenía un sinfín de historias armadas por si algún día se le ocurría indagar. Comencé con un relato tierno, resultado de mi afición por las telenovelas. En ese relato, su papá había muerto en un accidente de coche, siempre de coche. Luego me imaginé diciéndole que no tenía papá; que yo había sido como la virgen de la cual apenas le había hablado; que algún rayito de luz había entrado por la ventana poniéndomelo a él dentro. Cada historia era el resultado de la edad que tuviera, pero nunca me dio oportunidad de usarlas. Quizá entendía. Tal vez siempre supo que yo a su papá no lo había visto más de una vez, la única vez que lo vi y cuya explosión de placer, de la de ambos, lo había formado. Me lo imaginaba consiente de su condición de sorpresa en mi vida.
Lo recuerdo viéndome en la oscuridad. Mi cuerpo nunca fue perfecto. Mi piel jamás fue lozana, ni limpia, ni blanca; ni siquiera la cuidaba más allá del agua y el jabón. Sin embargo, él, su padre, me veía admirado desde arriba, con la luz dándole sobre su cabello húmedo y rizado, con la erección entre los muslos peludos, palpitante y desesperada. Me sentí bien teniéndolo dentro como todo lo que se lleva dentro de buena gana. No había amor más que el amor al placer que, espero, ambos sentimos ese día. Nada más ese día. Un día.
Se fue y no lo detuve, no quise hacerlo, ni siquiera se me paso por la mente volver a verlo o pensar de nuevo en él. Y aquí estoy, treinta y siete años después intentando recordar algún detalle además de los ojos y el cabello que me hiciera saber, como una predicción, lo que se me venía encima. Repasé tanto esa noche que terminé deformándola hasta convertirla en una fantasía, en una escena de una película romántica y barata. La adorné con guirnaldas que nunca tuvo. Intentaba encontrar en esa memoria borrosa el desconocido que hicimos juntos.
Nunca quise controlarlo. Lo dejé crecer salvaje, como las que llamamos malas yerbas que se enredan en otras plantas, que por débiles no soportan la intromisión ajena y se dejan morir fácilmente. Yo quería que fuera libre. Sabía, como supe el día en que lo había alimentado por última vez, que terminaría lejos de mí, yéndose a donde quisiera irse y que no miraría atrás, que no pensaría en mí ni en nadie y que no servía de nada intentar detenerlo, pues era inútil. Estuvo dentro de mí ocho meses, siempre fue impaciente.
El aparato que anuncia los turnos cambia, me llaman por mi nombre completo y me levanto presa del pánico que intento controlar doblándome las mangas del traje sastre que mi mamá insistió en que comprara y del que ahora me arrepiento. Me pica, me queda mal, me asfixia hasta hacerme respirar con dificultad. Me presento ante la ventanilla que me recuerda una cárcel limpia y luminosa. Frente a mí, saludándome con un español apenas comprensible, un muchacho que debe andar por la misma edad que mi hijo. Es sonriente, tiene la cara adormilada, pero parece buena gente. Me ve y me pide mis papeles. Sé que están capacitados para todo tipo de encubrimiento. O quizá no; tal vez soy yo la que ve a un detective enviado por Trump para evitar que me den la Visa. A lo mejor no veo lo que realmente es: un empleado gringo desvelado y ansioso por terminar con todos los tramites que tiene por delante ese día. Lo que yo tenga en mi historial, mientras no sea algo demasiado sospechoso, a él lo debe tener sin cuidado. Por primera vez me siento afortunada de mi edad. Estoy bien conservada, pero no tanto como para querer darle un giro a mi vida en otro país. Me pongo las manos sobre la cara para que vea las manchas oscuras que tengo, otro síntoma más de que no estaré en este mundo demasiado tiempo; de que no tiene por qué preocuparse. No puedo trabajar ni aquí, ni a donde voy. No voy a hacer dinero. No le voy a quitar nada a ningún ciudadano honesto y trabajador. Mi principal preocupación es saber si mis pies aguantarán caminar por los enormes aeropuertos por lo que tendré que pasar si acaso tengo suerte y logro hacer ese viaje. Intento comunicarle sin palabras que ya me gasté las energías que tenía en esta vida para hacer casi todo. Sonrío al imaginarme buscando trabajo. Como si quisiera hacer otra cosa más allá de visitar a una que otra amiga que aún tengo viva. Lo único a lo que aspiro es a poder limpiarme las nalgas por muchos años más sin que nadie me ayude.
Comienzan las preguntas. Son sencillas, parecen una broma. Respondo segura, intentando parecer torpe en algunas cosas, como si no recordara bien. Pobre anciana, pobre de mí. Debo mantener el papel de señora inofensiva y tierna ante este hombre. Me sonríe, eso es una buena señal. Quizá no; tal vez se está acordando de lo que hizo el fin de semana. ¿Y si es uno de esos a los que les gusta dar malas noticias y su sonrisa no es otra cosa sino un placer sádico que apenas puede resistir antes de arruinarte tus planes, tus fiestas de celebración mientras levantas el visado en alto ante la cara de felicidad de tu familia?
Me imagino llegando ante Diego. Lo veo postrado en una cama con aparatos pitando y enviando señales de que esa vida ya se está acabando. Le abriré los ojos esperando encontrar algún recuerdo. Y lo abrazo, aunque me regañen, aunque lo asfixie, aunque lo mate en el intento por darle lo que yo tengo y que es injusto que a él se le acabe así nada más. Le voy a despertar el alma, zarandeársela si es necesario para que se dé cuenta de lo idiota que es, de lo cobarde que será si abandona ese cuerpo. Eso voy a hacer. Y me quedaré con él hasta que no sea más mi hijo y se vaya sin ver hacía atrás.
El empleado, Joe, leo en un gafete prendido a su saco, comienza a acomodar los papeles que le di y que revisó mientras yo respondía a todo lo que me preguntaba. Los ordena por tamaño y los mete a la carpeta que ahora me parece sucia, pobre; la cierra, le da unos golpes sobre el escritorio y me la devuelve. Agarro la carpeta, me aferro a ella, la aprieto contra el pecho. Me ve, abre la boca mientras pone unos sellos aquí y allá; y me da la respuesta.