Salvar la vida de Jhon Fredy Serna Aguirre

Voici l’histoire d’un jeune homme impétueux et plein de vie qui confond émancipation et argent facile. Ses mauvais penchants le conduisent directement dans l’enfer de la prison. Il s’en sortira grâce à ses efforts et à son talent littéraire. Ce récit fait référence au dernier livre de Guillermo Arriaga, Salvar el fuego, qui est à ce jour inédit en français.

Mi nombre es Juan Salvador Gutiérrez y, quizás, cuando ustedes lean este documento, yo ya no estaré aquí, desde donde escribo, y es que se me hace importante que todos sepan parte de mi historia, una historia tan gris como un aguacero de invierno, pero tan colorida y especial como un arcoíris justo antes de caer la tarde.

Desde muy joven, alrededor de los 16 años, quise dejar la dependencia económica que estaba en manos de mis padres, los cuales no sólo mantenían a quien les habla, sino también a tres hermanos más: mi hermano mayor, Luis, cuatro años mayor que yo y muy bien dotado para las ciencias exactas, facultades que ya desarrollaba en una universidad de Guadalajara donde fue becado a raíz de su gran coeficiente intelectual; mis otros dos hermanos, Federico y Martina, seis y cinco años menores que yo, respectivamente, cursaban la escuela primaria y gozaban a su vez de la vida, no sin dar algunos algunos dolores de cabeza a mis padres Tulio y Josefina, gracias a una hiperactividad medicamente detectada.

Puede decirse que yo, Juan Salvador, siempre tuve ese espíritu rebelde, ése que no sabe aguantar desaires ni mucho menos regaños de nadie, ni siquiera de Don Tulio y Doña Josefina, quienes siempre, para darme cualquier orden, lo hacían sosteniendo una chancla o una correa en sus manos. Contrario a lo que se pueda llegar a sospechar, siempre me gustó ir a la escuela, era algo que amaba. Desde el primer grado de primaria tuve una profesora bastante chula, bien bonita la condenada, por donde quiera que se le mirase; me dictaba clases de escritura y español e hizo que tomara gran gusto por la lectura desde muy pequeño.

A pesar de mi interés acérrimo por la literatura, las cosas cada vez se ponían más feas en mi casa, ya poco o nada toleraba a mis papás. El tener que barrer, fregar platos, lavar los baños o tender mi propia cama, eran labores para las cuales no fui destinado en la vida y mi espíritu de adolescente me lo hacía saber a cada instante. Lo único en que sí me iba bien era en cuidar de mis dos hermanos menores, a quienes por alguna extraña razón quería y con los cuales me divertía haciéndoles bromas y viéndolos reír con mis ocurrencias y payasadas; de verdad, Federico y Martina me inspiraban amor, eran el motivo por el cual no me caía del todo mal mi familia. Pero iré a lo concreto, al motivo por el cual les escribo esta historia.

Un día ya no pude resistir la presión en mi casa, se me exigía más de lo que yo podía dar como ser humano. Mi hermano Luis, desde que se independizó y entró a la universidad a licenciarse como matemático y estadista, dejó de ser el referente y toda la responsabilidad que conllevaba ser el hijo mayor recayó sobre mí. Yo no estaba, y nunca estuve, a la altura de ello, así que no tuve más alternativa que migrar. Opté por llamar a un tío, Aureliano, que tenía un rancho en Nuevo León, ya que tiempo atrás, en unas fiestas de fin de año, me había dicho que cuando quisiera podía irme a vivir con él y mis primos y que, si le colaboraba con el ganado y las yeguas, buena paga siempre iba a tener hasta que yo así lo quisiera. Efectivamente mi tío fue a todo dar. Cuando le llamé y le conté mi deseo de dejar la casa me dijo que no lo pensara, que me esperaba en su rancho con los brazos abiertos y yo acepté, así que la noche previa a mi partida dejé la maleta hecha en el antejardín. A la mañana siguiente me puse mi uniforme de la escuela, desayuné como de costumbre para no dar sospecha y me fui, por fin me fui de mi casa.

Con los ahorros dominicales compré un boleto de camión para Nuevo León. Estando en la terminal, es mi tío quien me recoge y me lleva a su rancho en el que de niño pasé varias épocas vacacionales. Luego de unos días instalado en el que era mi nuevo hogar, mi tío Aureliano me dio mis obligaciones respectivas, que a decir verdad eran sencillas, y aunque nunca se lo pregunté, siempre he creído que mi tío me acogió en su casa más por amor que porque en realidad necesitara de un trabajador, y aun así me daba mi pago sagradamente cada quincena. Pero por ahí dicen que uno nunca está conforme con lo que recibe y a mí me sucedió, mi educación quedó terminada la mañana que dejé mi familia y luego de año y medio en el rancho de Don Aurelio, sentí la necesidad de aumentar considerablemente mis ingresos económicos, pues empecé a salir con chavas muy guapas de la población y, por ley de la vida, el tener mujeres representa tener dinero sí o sí en tu billetera, si no, corres el riesgo de que se te vayan de volada con otros güeros que tengan más lana.

Entonces a mi yo rebelde no le importó nada, nunca tomó en consideración ningún riesgo o peligro latente, y fue así que acepté un empleo que ya anteriormente me habían ofrecido unos vatos de la región, el cual era servir de acompañante y escolta a un grupo de transportadores de mercancías ilícitas. Mi labor consistía en llevar un revolver camuflado en el pantalón sobre una de las nalgas de mi culo y poner cara de malo en cada retén militar que nos encontráramos. Fácil, hacerlo era muy fácil. Aun así, los vatos del negocio me enseñaron a manipular y disparar armas, lo cual no me costó: aprendí rápidamente y hasta puntería tenía, de cinco disparos tres me daban siempre en el blanco. Fueron varios meses escoltando recorridos de entregas, nunca hubo mayores inconvenientes, la música de bandas norteñas iba a tope de volumen en los camiones y un buen fajo de billetes para los policías viales nunca faltaba. Unos cuantos billetes de los grandes y los incorruptibles se volvían unos más de nosotros, prácticamente, unos amigos más del cartel. Pero fue en un trayecto, a eso de la medianoche y en un punto donde nunca habitaba ni un alma, que divisamos un retén. Esta vez ninguno conocido, todos los chotas eran nuevos, aun así, hicimos nuestro protocolo y bajamos del camión a negociar, pero no funcionó, ni mostrándoles un doble fajo de billetes se lograron torcer. Se nos complicó el mandado y nos tocó ponernos serios. Yo iba junto a otro compañero en el carro que escoltaba y acompañaba siempre al camión. Mi cuerpo empezó a temblar todo, me empezaba a cagar del puto miedo. El conductor, con mucha experiencia, le pidió cooperación al grupo de siete policías, que a su vez también pusieron cara de pocos amigos. En definitiva, yo sólo escuché la voz del mero mero diciendo: “pues, chinguen su madre, putos” e instintivamente saqué mi revolver y lo desenfundé sin pensar en las consecuencias. Para suerte mía, la buena puntería me acompañó, a uno de los chotas que nos vigilaban le estallé un ojo de un balazo, a otro le pegué un tiro no sé dónde y salí a correr a la deriva como alma que llevaba el diablo, pero ahí fue donde la suerte me abandonó, pues un balazo me alcanzó en una pierna, yo retrocedí, disparé de nuevo dos veces y continué corriendo, sentí más disparos y segundos después mi cuello estaba muy húmedo. Luego todo se puso blanco frente a mis ojos y no supe más. Desperté en un hospital, sin poderme mover y entubado hasta por el pene. Un sargento llegó a mi cama y me dijo que yo quedaba arrestado oficialmente por tráfico de estupefacientes y el asesinato de dos miembros policiales. Se me dio una sentencia de treinta y ocho años de prisión. Me cagué la vida, literalmente, me cagué la vida. A veces pienso que debí hacer los quehaceres en la casa y obedecer a Don Tulio y Josefina, me hubiese evitado caer tan bajo y ser una deshonra.

Luego de mi sentencia y de haberme recuperado de los dos balazos, fui trasladado a una prisión de alta seguridad en el estado de Chihuahua, allí entendí lo que es vivir el infierno en carne propia. Los primeros años no hubo una sola noche que no sintiera que la muerte en forma de guaruras y asesinos seriales venían por mí; la zozobra fue mi sombra, fui víctima de toda clase de torturas e intentos de abuso sexual por parte de reclusos. Ni hablar de robos dentro de mi celda, cada tanto perdía algunas cosas que con esfuerzo conseguía o me traían en las pocas visitas, realmente muy contadas, por parte de mis hermanos y mis padres. Nunca recibí un libro, aunque lo pidiera, nunca a mis manos llegó un libro. Nada de lo que vivía ayudaba tan siquiera un poco, también cargaba con el remordimiento de mi tío, que un día de visita y entre lágrimas me expresó todo su dolor y decepción por lo que hice estando con él en su rancho.     

Después de los primeros cinco años en prisión, accedí a ayuda externa. Se me asignó un trabajador social y un psicólogo para tratarme los traumas generados. Esto generó un gran cambio en mi vida penitenciaria, me tuve más confianza y paulatinamente los abusos disminuyeron. Se abogó por mí para que se me permitiera tener libros de literatura, eso ayudó para tener una vida más amable dentro de lo que cabía y recuperar algo del chico rebelde que fui antes de haber disparado contra los chotas. Mi buena conducta permitió que gozara de actividades sociales dentro de la cárcel. Empecé asistir a unos talleres sobre escritura literaria impartidos por un hombre llamado Julián. Me impresionó la cantidad de reos que estaban allí para tomar las clases con él; hubo algo, un hecho que cambió mi vida. Julián nos habló de lo ocurrido en un centro penitenciario muy popular de México donde dos años atrás él había impartido actividades de escritura. Los reclusos se animaban a escribir, desde su perspectiva, narraciones viscerales y profundas. Entre ellos hubo uno, José Cuauhtémoc, quien fue el más destacado, sus escritos trascendieron y marcaron aquella cárcel, como también su historia de amor, su fuga, para salvar el fuego, el fuego del amor con Marina la bailarina. Hice buena amistad con Julián y eso me permitió un acceso interesante a muchas confidencias sobre José Cuauhtémoc y Marina, muchas anécdotas me marcaron el alma, y fueron un punto de partida inexorable para querer salvar el fuego, el fuego de mi propia vida.

Con cada actividad aprendía cosas impresionantes en el oficio literario, mi ímpetu animó a Julián para apoyarme y ser pieza clave para comenzar mi proceso como escritor en propiedad: dos años después ya tenía un libro escrito, una novela de ficción que una de las editoriales más importantes de México me daría la oportunidad de publicar, mérito todo de Julián y su esposo Héctor quienes abogaron por mí. El libro recibió excelentes críticas y comenzó a ser una compra predilecta entre jóvenes y adultos por su tema un tanto suspicaz, “los amores nacidos entre rejas”. Pero ese gran éxito me generó una depresión repentina. Por ello, y ante el miedo de volver a caer muy bajo, solicité asistencia psicológica. Se me asignó una cita días después. Llegué al consultorio y allí frente a mí se encontraba una rubia muy guapa, pero de aspecto adusto; su nombre, Aitana. Me fue difícil abrir mis sentimientos ante ella, pero su gran vocación logró que yo pudiera soltarme. Duramos muchos meses hablando de todo y pude recuperar de nuevo la confianza en mí. De cierta forma cautivé a esta mujer, no sé cómo le hice, pero sucedió, sus ojos así parecían decírmelo. Pero a mi siguiente cita nunca llegó, en su lugar estuvo un hombre, me sentí mal, muy mal. Ella misteriosamente había renunciado. No lo podía creer. Sentí un gran vacío, sabía que la iba a extrañar.

Pasó quizás un mes y medio luego de mi última cita con Aitana. Fue un día de visitas, no esperaba a nadie y llamaron a mi celda. Sorprendido salí y me condujeron a la sala. Cuando el guardia me indicó el lugar, no pude creer lo que veían mis ojos: allí sentada, esperándome, estaba ella, la psicóloga en la que no había dejado de pensar ni un instante, más que por su belleza, por su capacidad de comprensión y seguridad a la hora de tratarme como paciente. Me dirigí a ella y me quedé parado, inmóvil. Sin titubeos, Aitana me abrazó muy fuerte. Era la primera vez que la sentía, que la tocaba, luego de tantos años, tuve contacto físico con una mujer, fue algo impresionante. La charla ese día fluyó tan bien como le pasaría a un par de amigos de toda la vida, y yo, Juan Salvador, me sentí triunfante por primera vez, ni el éxito de mi libro me avasalló nunca el alma a tal grado. Fueron muchas citas amigables, hasta que el fuego empezó a encenderse en nuestra última visita y, aun sin besarnos, me dijo estar enamorada de mí. Me abrazó y al oído me dijo que aceptara la siguiente cita a su manera y, sin volverme a ver a los ojos, se fue.

Acepté aquella cita, fue un viernes lo recuerdo, no era día de visitas. Un guardia llamó a mi puerta y me condujo por pasadizos que nunca antes había visto. Llegué a un lugar digno de narcos y gente pudiente. Me abrieron una puerta y ahí estaba Aitana, en medio de una habitación acondicionada y decorada hasta el más mínimo detalle, tal cual como José Cuauhtémoc lo vivió con Marina, y yo solo pude alucinar. Me tomó en sus brazos y me besó. Sucedió lo que tenía que suceder, las sábanas se impregnaron de nuestros besos, caricias y mucho sudor. Sentí el tiempo detenerse habiendo transcurrido horas. Fue inolvidable.  

Pasaron varios días sin saber de ella hasta que un llamado del guardia irrumpió en mi celda. Era Aitana de nuevo en aquel lugar ostentoso. Me recibió con un abrazo y un beso profundo y prolongado. Se echó a llorar en mis brazos y con una sonrisa en su rostro me dijo: “Serás papá”. Fue el día más feliz de mi vida. Nació varón y lleva mi nombre, Juan Salvador Gutiérrez. Con mi hijo salvé mi propia vida y aunque le he visto crecer en la distancia, lo he tenido entre mis brazos ¡Qué fortuna!

Se me permitirá salir de la prisión por buena conducta. Casa por cárcel. Pero con el ánimo de continuar mi carrera de escritor, con mi sexto libro prácticamente terminado y con un destino, posiblemente más amable para ver crecer a mi retoño y gozar de la amistad de Aitana.