Flores y escombros: Un acercamiento abreviado a la literatura guatemalteca por Javier Payeras

En el año 1952 los barrios de la ciudad de Guatemala pasaron de tener un nombre histórico a adquirir una nomenclatura, así fue como el perímetro del casco histórico dejó de tener una identidad territorial a convertirse en un número asignado, transformándose en zonas 1, 2, 3, 4…  hasta llegar al número 25, en orden circular contra las manecillas del reloj. Sus calles y avenidas también sufrieron una mutación, los nombres de alta cursilería bohemia pasaron a convertirse en Primera Avenida, Segunda Calle, etc…, aprovechando la estricta cuadrícula de las ciudades coloniales españolas y definiendo un modelo de desarrollo urbano. 

Es curioso que los más arriesgados experimentos de avanzada siempre surjan en lugares precarios, en tiempos incómodos y en sociedades próximas a caer en el abismo. De eso que la mejor literatura del siglo pasado se haya escrito en Europa y entre dos períodos de guerra. Una lectura de poesía en una galería rodeada de cuadros expresionistas en 1918, a la que seguramente asistieron exmilitares mutilados, viudas y huérfanos de la Primera Guerra Mundial, es una imagen tosca y contrastante. Tiempos de peste, guerra y hambre que, a saltos forzados, exigían un acercamiento más humano al arte, un arte libre que rompiera con los salones universitarios, instituciones burguesas y grandes museos. Las personas iban a evadirse o encontrarse con su realidad cruda. El cinematógrafo alcanzó en esas épocas de crisis su mejor brillo, fue el tiempo de la deslumbrante modernidad y el último gran episodio humanista en la vanguardia europea. Luego vino el silencio del orden con sus escritores polémicos, mediáticos, académicos y consagrados al tedio de la repetición, institucionalizando lo salvaje y exprimiendo de los artistas todo el valor publicitario que fuera posible.

Sin embargo estas avanzadas en la América española-indígena quedaron en pausa. Mucho de lo que conocemos como progreso no es más que el delirio que dictadores y demagogos han utilizado para exterminar culturas ancestrales. Porque si en alguna parte del mundo ha existido epistemicidio ha sido en Latinoamérica, sobre todo en la que tiene una vasta población indígena. Pero siguiendo el hilo del párrafo anterior, las posibilidades creativas, intelectuales y radicales de todas las expresiones artísticas han dado frutos sorprendentes. Cuando uno se encuentra en el caos espera que el torbellino pase y lo verdadero, lo auténtico se mantenga en pie, ¿qué sucede si el huracán es eterno, si la violencia no termina de acontecer, si el delirio se convierte en el sistema mismo? Un momento de locura en una sociedad organizada es visto como irreverencia, pero en una sociedad denigrada y enferma, es parte de la normalidad. 

Yo soy un escritor centroamericano nacido en Guatemala. Vengo de la región más invisible del continente. Un país de geografía extraordinaria donde la muerte se sumerge en la belleza del paisaje como un revólver cayendo al fondo de un lago sereno. En este país Kafka, Beckett, Bataille y Sade no son para nada absurdos. Ver Saló de Pier Paolo Pasolini es algo que evoca la realidad política y social de la élite guatemalteca. En lo personal nunca me parecieron grotescas las imágenes que muchos autores dilapidaban con hartazgo contra el desarrollo organizado de sus sociedades. Quizá era más contrastante y perturbador hallar una literatura que narrara la ternura o la esperanza, porque para leer derrota y tristeza, pues, cada mañana están los periódicos. 

A lo largo de la historia cultural de mi país han existido esfuerzos notables por mantener espacios dignos para la cultura donde la presencia del estado guatemalteco ha sido mínima. Las casas editoriales surgieron a finales del siglo XIX, en los albores de la literatura moderna y el advenimiento de las vanguardias históricas, y fueron el núcleo donde gravitaron los intelectuales de avanzada. Las grotescas dictaduras y la persecución política a las disidencias no fueron lo suficientemente fuertes para que existieran en la primera mitad del siglo pasado autores como Enrique Gómez Carrillo, Rafael Arévalo Martínez, Luis Cardoza y Miguel Ángel Asturias, acaso los que dieron un patrón de identidad a la literatura guatemalteca, pero hablar de ellos es referirse a dos mundos: a la provincia recóndita y a la Europa cosmopolita donde vivieron y elaboraron lo mejor de su trabajo creativo. 

La década del 40 trae la revolución a Guatemala, un cambio radical en la lógica del poder que la sociedad venía arrastrando desde la colonia. Como era de esperarse lo primero que se hizo visible fue la presencia de la cultura y el pensamiento, ejercicios que durante las dictaduras bananeras habían sido reprimidos. Los escritores jóvenes tomaron entonces el timón de la nueva literatura: Augusto Monterroso, Otto-Raúl González, Mario Monteforte Toledo, Carlos Navarrete y Carlos Illescas dejaron su huella integrándose a lo que para entonces era la literatura latinoamericana. Posteriormente, al ser derrocado el gobierno democrático de Jacobo Árbenz por mercenarios contratados por la CIA, salieron al exilio y nunca regresaron a vivir a Guatemala. Cabe resaltar que todos vivieron en México y que fue en el país vecino donde encontraron un espacio digno para producir lo mejor de su obra. 

Lo que vendría después del año 1954 fue una enorme pausa de oscuridad y exterminio. Los intelectuales se radicalizaron y su participación política les costó la vida a las mentes más brillantes de su época. Durante los años sesenta y setenta de forma paralela a la represión más brutal del continente, surgen movimientos artísticos que traen consigo innovaciones tanto de forma como de discurso, se pone en crisis el indigenismo como fuente básica de la retórica vigente y surge una narrativa experimental, urbana, coloquial que llega a su mejor representación en la novela Los compañeros de Marco Antonio Flores. Cabe resaltar que lo más importante de esta época es la brecha que abren las escritoras en un espacio donde la mujer era invisible y dentro de un mapa cultural donde predominaba el machismo caudillista: Luz Méndez de la Vega, Margarita Carrera, Carmen Matute, Delia Quiñónez y Ana María Rodas, pero quiero resaltar a la última por ser la poeta que marcaría los horizontes político-estéticos del feminismo centroamericano con el libro Poemas de la Izquierda Erótica (1973). Durante esta misma época suceden los acontecimientos que luego germinaría en otro género literario que marcaría la narrativa guatemalteca, el relato testimonial, que tiene tres libros fundamentales: Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia de la ganadora del premio Nobel de la Paz Rigoberta Menchú, Mujeres en la alborada de Yolanda Colom y Los días de la selva de Mario Payeras.

Todos estos antecedentes son necesarios para hacer más comprensible cómo en un país tan pequeño, hermoso y terrible puede existir tanta literatura. Es importante subrayar que fue en esta región donde nació el libro más antiguo del continente, el Popol Vuh, rescatado de la oralidad maya-quiché durante la colonia por el monje Francisco Ximénez, lo que da pie a reflexionar acerca de la existencia de una literatura escrita por autores de origen indígena y nombrarlos como escritores fundamentales: Francisco Morales Santos (1940), Humberto A´kabal (1952-2019) y Luis de Lión (1939-1984). Sus aportes se alejan en mucho de la mistificación culturalista y exótica que se hace de los pueblos originarios en Occidente, porque son creadores de obras que van a la raíz más profunda de la poesía, el ensayo y la novela, podría mencionar como obras maestras los libros “Madre, nosotros también somos historia”, “El guardián de la caída de agua” y “El tiempo principia en Xibalbá”. Actualmente este horizonte se ha expandido y tenemos nuevas voces: Daniel Caño, Sabino Esteban, Rosa Chávez y Pedro Chavajay. 

Luego de la firma de los Acuerdos de paz y el fin de la guerra civil, surgiría una nutrida cantidad de autores que volvieron a Guatemala luego de largos exilios y su obra se comienza a difundir su a través de empresas editoriales más consolidadas, como es el caso de Magnaterra, Piedra Santa, Artemis Edinter, El Pensativo, Óscar de León Palacios, Letra Negra, Palo de hormigo y Editorial Cultura, lo que hizo posible que se conociera la obra de Manuel José Arce, Gerardo Guinea Diez, Arturo Arias, Carol Zardetto, Carolina Escobar Sarti, Roberto Monzón, Juan Carlos Lemus y Luis Aceituno.

Puede que la literatura guatemalteca actual haya nacido a mediados de la década del 90 con los libros Manual para desaparecer de Francisco Alejandro Méndez, El hombre de Monserrat de Dante Liano y Cárcel de árboles de Rodrigo Rey Rosa. Lo que vendría después estaría vinculado a un movimiento cultural que floreció gracias a las editoriales alternativas fundadas y gestionadas por escritores que a su vez representan pilares insustituibles de la poesía y narrativa contemporánea: Simón Pedroza (Mundo Bizarro), Estuardo Prado (Editorial Equis), Carmen Lucía Alvarado y Luis Méndez Salinas (Catafixia). Tres editoriales que reflejan en su catálogo lo más depurado de esta nueva etapa: Juan Pablo Dardón, Wingston González, Jessica Masaya, Vania Vargas, Alan Mills, Julio Prado, Julio Calvo, Juan Calles, Pablo Sigüenza, Julio Serrano, Ronald Flores, Leonardo Garzaro, Diana Morales, Gabriel Tzoc, Maurice Echeverría, KiQué, Carlos Meza, Luis Carlos Pineda, Lorena Flores, Alejandro Marré, Pablo Bromo, Eduardo Juárez, Leonel Juracán y Eduardo Villalobos. 

Para concluir, quiero hacer especial mención de la excelente salud que goza la narrativa guatemalteca de las primeras décadas de este siglo. De esta hago una mención aparte porque me parece una línea de continuidad a lo que en su momento abrieron Méndez, Liano y Rey Rosa. Quiero destacar a Oswaldo Salazar, Eduardo Halfon, Valeria Cerezo, Denise Phé Funchal, Rodrigo Fuentes y Arnoldo Gálvez. 

Como testigo privilegiado, compartiendo espacios y batallas desde hace más de dos décadas en el espacio cultural, creo haber ganado el derecho de dejar este breve panorama de la literatura guatemalteca, enlazando los nombres referenciales que surgieron desde finales del siglo XIX hasta lo que que podemos reconocer como nuestra actualidad literaria. Un mundo que está a la espera de esos ojos nuevos que puedan abrir caminos para la cultura que es acaso lo único que sigue de pie en medio de los escombros de la guerra, de los cataclismos políticos y del depredador sistema económico que ahoga a esta miga del planeta, este pequeño espacio que soy y al que pertenezco. 

Cerrito del Carmen 7 de agosto 2021

Javier Payeras

JAVIER PAYERAS (1974). Narrador, poeta y ensayista. Ha publicado: La región más invisible (ensayo, 2018), Volumen de islas (poesía, 2017), Esta es la historia azul cobalto (diarios, 2017), Slogan para una bala expansiva (poesía, 2015), Fondo para disco de John Zorn (diarios 2013), Imágenes para un View-Master (antología de relatos 2013), Déjate caer (poesía 2012),  Limbo (novela 2011), La resignación y la asfixia (poesía 2011), Post-its de luz sucia (poesía 2009), Días Amarillos (novela 2009) Lecturas Menores (ensayo 2007), Afuera (novela 2006), Ruido de Fondo (novela 2003 segunda edición en 2006), Soledadbrother (poesía 2003, segunda edición 2011, tercera edición 2012, cuarta edición 2013, quinta edición 2018), Raktas (poesía 2001, segunda edición 2013) (…) y Once Relatos Breves (cuento 2000, reeditado 2008 y tercera edición 2012) y la antología Microfé: poesía guatemalteca contemporánea (editorial Catafixia 2012). Su trabajo ha sido incluido en diversas antologías en Latinoamérica, Europa y Estados Unidos y su obra–completa o parcialmente- ha sido traducida al inglés, alemán, francés, italiano, portugués y bengalí. Actualmente escribe para http://revistapenultima.com/