El día en que mi papá y yo nos trabamos de Camilo Bogoya (Col)

Hacía tres años largos que no veía a mi papá. Mi olfato de veterinario, o tal vez el exacerbamiento de mi desconfianza en aquella década sangrienta, me hizo fingir un mal hepático que exigía ser tratado rápidamente. Los comandantes no me creyeron, pero obtuve su permiso ya que uno de ellos me debía un favor. Los compañeros pensaron que no me iría a encerrar en un hospital, que llegaría con radiografías de otros pulmones (así me lo dijeron cuando les insistí en la palabra hepático) y aprovecharía el tiempo en la capital para dar rienda suelta a mis instintos. Tenían razón, pues en la última borrachera, después de dispararle a Dios a ver si lo bajábamos del cielo, me había convertido durante dos días en prófugo de la guerrilla. Para nadie era un secreto mi amor por Ana Rubio, una joven de diecinueve años que me recibía en los paréntesis de mis misiones, indiferente a mi locura. Tampoco era un secreto que el monte y yo comenzábamos a enemistarnos, y que la utilidad de la guerra con sus utopías sociales ocupaba en mí un lugar cada vez más distante.

Si bien la gente sabía que yo tenía una madre, había ocultado el nombre y el número de mis hermanos, incluso la identidad de mi hija, no por desconfianza sino porque la única dimensión humana es el tiempo, y una confesión bajo las noches heladas de los montes puede convertirse con los años en una bala perdida. Por supuesto de mi papá no se sabía nada. Voy a hablar un poco de él. Mi viejo era militar. No tenía idea en qué me había metido, aunque algo sospechaba. Como me contaron mis hermanos, más de una vez le gritó a mi madre “ese malagradecido se volvió guerrillero”.

Para visitarlo, Ana Rubio me ayudó. Ella me prestó su Renault 4, símbolo de la clase media en los 70, me dio cigarrillos y una bolsita de bareta que por aquel tiempo estaba prohibida en el monte. Cinco horas me separaban de mi pueblo. Cinco horas y dos retenes. En uno de ellos me habían parado cuando transportaba en canecas de pesticida diez kilos de munición. La tarea me la habían encomendado porque nadie como yo conocía el departamento. Desde niño hacía el recorrido una vez por semana entre mi pueblito y la capital, acompañando a mi padre a sus reuniones políticas. Varios militares se juntaban a beber y hablar de mujeres y es posible que el estruendo de esas risas me haya conducido a mi destino, más que los libros, la desigualdad endémica o la convicción avasalladora de las palabras de mi amigo Camilo Torres. Aquella tarea desde el principio fue un error de la imaginación. Nadie conocía como yo la comarca, ya lo he dicho, y por eso todos podían reconocerme, hasta los pájaros y los perros. Fue lo que sucedió en el segundo retén, ya de regreso a la capital. Un policía me ordenó detenerme y tuve que orillar el camión. Vi por el retrovisor el rostro joven, los labios cárdenos y el caminado cascorvo del inolvidable Morales, el compañero de bachillerato que masacramos con burlas durante seis años inclementes. Morales me reconoció bajo la barba postiza. Me hizo bajar. Le dije que me daba gusto verlo, que los mejores años habían sido los del Instituto Santander. “No diga huevonadas” me respondió, y me pidió mis papeles. Confesé que viajaba sin ellos para que no confiscara una de mis identidades. Morales me ordenó abrir el remolque, inspeccionó las canecas, eligió una al azar y derramó una parte del contenido. Salieron dos balas de fusil G3.

– Ah vergajo, las municiones del ejército.

– Las pagué en efectivo. Me sobraron cien dólares.

– Muéstrelos a ver.

            Guardó el fajo en uno de los bolsillos de su chaqueta.

            – ¿Puedo irme?

– No –sonrió Morales.

Me hizo subir a la cabina del camión. Sentí la ansiedad de su aliento. Mientras se bajaba los pantalones, dijo con voz triunfal:

– Sabe una cosa brother, yo también tengo una pinga heroica.

En el monte, el primer mandamiento era no dejarse coger. La cárcel significaba para nosotros poner un pie en la tumba, y a los veinticuatro años tenía todavía mucha madera que cortar. Con esas balas pertenecientes a las reservas del ejército, íbamos a tomarnos el poder.

En esas cosas pensaba mientras oía canciones de protesta y los kilómetros me acercaban a mi pueblo. Sería, como hacía tres años, una visita repentina. Llegué al inicio de la noche. En el páramo las estrellas son más sólidas y brumosas y el cielo parece que estuviera al alcance de la mano; en los llanos, en cambio, el cielo da la certeza de la inmensidad. Pero ninguno de esos firmamentos iguala al sol melancólico de mi pueblo, su cielo nublado y tormentoso, sus noches negrísimas y consteladas.

Al llegar, reconocí la iglesia con su campanario, las tiendas de artesanías, las estatuas descarnadas de nuestros próceres. Fui en el Renault hasta la puerta de la casa y por las ventanas vi la silueta del hombre que me abofeteó hasta mi adolescencia. Todavía no se había jubilado y la disciplina militar en la que me crio seguía siendo más que una forma de ser o un estilo. Desde allí se alcanzaba a ver en su rostro la erosión de los años.

Me flaquearon las piernas. Me abrió mi madre. Nos abrazamos largamente.

– ¡Carajo! –dijo mi papá.

– Qué gusto verlo.

– ¿Y esa barba de bandido?

– Es la moda.

Mientras comíamos, mi papá me preguntó por mi trabajo, le dije que en las fincas ya no se morían los terneros. Me preguntó por mi vida afectiva, le dije que tenía una novia llamada Ana Rubio. Me dijo que si iba a poner un consultorio en la capital, le dije que el veterinario social trabajaba en el campo. Cuando terminamos de comer no lo dudé un minuto y le dije lo que tenía atragantado desde hacía tiempo.

– Vine porque tengo que hablar con usted.

Mi madre, que desde siempre conoció mis convicciones, entendió mis propósitos. Con ella nos veíamos cada año en la ciudad. Yo le enviaba cartas contándole cómo era la vida en el monte y cómo intentábamos financiar la guerra. Ella me contestaba dándome consejos, me hablaba de las misiones del ejército, me revelaba emboscadas procurando conducirme lejos del perímetro de la ley. Al escucharme nos fue sacando a ambos de la casa, temiendo que me arrepintiera. Ella me había escrito muchas veces que por favor pensara en contarle todo al viejo, pues en las noches se imaginaba que sin darnos cuenta él y yo nos llenábamos las entrañas de plomo.

En la calle le dije a mi papá que fuéramos al mirador. Le abrí la puerta del carro y manejé hacia las afueras. Pasamos varios minutos en silencio hasta que él dijo:

– Tiene que venir a vernos. Mire, su mamá anda muy triste.

Y enseguida agregó:

– Mijo, este carro huele a marihuana.

– Y de la buena.

– Buena no hay.

– ¿Usted de qué habla? Usted no conoce.

– Claro que conozco.

– Usted nunca ha probado. No hay que hablar de lo que uno no conoce. Es como decir que la guerrilla no sirve cuando uno no entiende sus ideales.

– No diga pendejadas.

Nos quedamos en silencio, llegamos al mirador. Las luces opacas, la luna omnipresente, la humedad en los vidrios. Ahí estábamos. Le mostré a mi papá la marihuana que tenía, saqué uno de los cigarrillos de Ana Rubio, hice un bareto.

– ¿Dónde aprendió tantas mañas?

– Pulso de veterinario.

Encendí el cigarro, aspiré y le dije a mi papá que si era tan hombre fumara conmigo. El viejo aceptó.

– ¿Siente algo?

– Nada.

– Bueno, va la segunda, pero no aspire tanto.

– Nada, esta vaina no hace nada.

– Está bien, la tercera y la última.

Con determinación mi papá se echó la tercera pitada. Sus ojos se iluminaron, su rostro se relajó, vi una sonrisa flotar en sus labios.

– Mijo, se me subió esta joda.

Yo le quité el cigarro y me lo fumé, antes de que mi papá se me fuera más lejos. Hablamos de la claridad de la noche, nos abrazamos, le dije cuánto lo quería y él me habló de su juventud, de las mujeres que había amado, de sus otros hijos y de lo raro que se sentía en un cuerpo que no era el suyo. Lo hice beber medio litro de agua, salimos del carro y nos fuimos caminando muy despacio por la carretera que en el pasado tantas veces los dos habíamos recorrido para salir del pueblo. Ya más cerca de la realidad me dijo que le prometiera una cosa:

– No le vaya a contar a su mamá.

– ¿Lo de sus otros hijos?

– Me refiero a lo que fumamos.

Al llegar a casa se sentó en la mesa y escribió en un papelito: “¿Si el gato que acaricio es un ser, no puede serlo el universo?”. Me metió el papel en el bolsillo y me dijo que la poesía, incluso la mala, era mejor que la guerra. Luego, sentados los tres en el comedor, nos emborrachamos. En algún momento le confesé a mi papá que yo era guerrillero, y que en el fondo era él quien me había enseñado que valía la pena entregar la vida para intentar salvarnos de la oligarquía y forjar un mundo distinto.

Unas dos, tal vez tres veces más, nos vimos. Hace mucho que he procurado entender el pasado. Ya no soy un hombre de armas. Aclaro que no por eso he traicionado mis ideales ni los principios de mi juventud. Si escribo es para recordar esa noche que se me quedó como un rescoldo de luz en las tinieblas. Cinco años más tarde murió mi viejo. Mejor dicho, me lo mataron, mejor dicho, lo maté, como temía mi mamá. Del mismo modo me mataron una hija, como me mataron a Ana Rubio y como algún día me rematarán a mí.

Camilo Bogoya