La campana del colegio anunció el fin de las clases. María Piedad me había dicho que nos encontráramos en la parte de atrás del patio, detrás de unos muros, en la vía que llevaba a las canchas. Había dicho que me daría algo especial porque no nos veríamos en meses: ella se iba de vacaciones a los Estados Unidos. Igual, a los papás de María Piedad no les gustaba que ella se viera con chicos, y ninguno de los dos era capaz de volarse, como en las novelas, a las escondidas. Ni por muchas ganas que tuviéramos. En el colegio era suficiente. María Piedad dijo una vez que sus papás se habían dado cuenta de que ella le escribía cartas a un chico. Pero aseguró que no habían descubierto las que yo le había dado a ella, que estaban todas escritas a puño y letra, y firmadas con mi nombre y apellido. “María Piedad, eres más linda que el sereno fresco de una mañana lluviosa cuando el verano empieza”, escribí una vez. Así que, si sus papás hubiesen visto esa, tan solo esa, lo hubiesen sabido, se hubiese caído de maduro que ella y yo no éramos simples compañeros de curso. Aunque… tampoco éramos novios. O, mejor dicho, nosotros no habíamos hablado nunca de ese asunto: yo no se lo había pedido, por más que ya nos dábamos besos en la boca, y por más que en algún apretón ella seguro había sentido mi intensidad enardecida. Aclaro que no era valor lo que me faltaba para decirle “María Piedad, ¿quieres ser mi novia?”. Pero tampoco lo consideraba necesario.
Por supuesto, ya venía yo triste desde hacía un tiempo, había llorado, lo confieso, cuando me enteré que dejaría de verla durante todas las vacaciones. Aunque ella, María Piedad, había dicho que desde allá me llamaría por teléfono, que en los Estados Unidos vendían unas tarjetas baratas, y que ella le robaría cinco dólares a su papá, y que compraría una, sin que nadie la viera, y que esas tarjetas traían muchos minutos, y que hablaríamos muy seguido.
Ese día, el último de las clases de séptimo grado, cuando caminaba al encuentro con ella, yo, en mi imaginación, la veía diciéndome que al final no viajaría, que pasaríamos las vacaciones juntos, yendo al cine o al parque o en casa de alguno de los dos. En la mía, así sus papás no sospechaban. “Si tan solo María Piedad no se fuera de viaje. Si tan solo María Piedad viniera a mi casa y entrara a mi cuarto y entonces solos…”.
Ella había salido primero del salón, por lo que pensé que, cuando yo llegara, ya estaría allí. Pero no: pisé el punto de encuentro, y ni rastros de mi trigueña. Veinte minutos, media hora, cuarenta. Y nada. ¿Habías faltado, María Piedad, a nuestra cita, a nuestro último encuentro en meses? Y sí. Por primera vez desde que nos habíamos hecho amigos, amigos especiales, me había dejado plantado.
Ya a punto de irme, todo sudado, porque a pesar de ser noviembre ni un viento soplaba ese día, apareció ella por detrás del muro, agitada, con esa sonrisa de dientes pequeños, con la frente llena de pelos pegados a la piel. Se acercó, no dijo nada. Y cuando yo iba a hablar, a reprocharle que se había demorado, y que iba a tener que inventar alguna excusa por mi llegada tarde a casa, entonces María Piedad puso una mano suya en mi boca, su mano derecha, y después se acercó a mí, sacó la mano, y me dio un beso, un beso profundo, con lengua.
—Mira —dijo, y tomó mi mano, mi mano derecha, y la llevó hacia sus piernas, por debajo de la falda de su uniforme. Acaricié la suavidad de sus muslos, un poco por encima de sus rodillas, y fui subiendo hasta que me detuve. Ella volvió a sonreír apretó mi mano y la acercó a su bombacha, territorio jamás explorado por alguna de mis manos ni por ninguna parte de mi cuerpo virgen. Debajo, noté algo que no me dejaba llegar a su sexo: un papel, ¿o era una tela? Ella me miró a los ojos. Y metió mi mano ahí, por debajo del papel, ¡ahí adentro! Y yo de idiota, en un reflejo -proveniente, quiero creer, de alguna creencia, de que pecaba-, intenté sacarla. Pero ella, fuerte, la retuvo. Sonrió. Y llevó mis dedos hacia el líquido espeso, tibio, que habitaba allí, y que después quedaba en ese papel grueso, un papel rugoso. Escarbé, jugué hasta quedarme en su piel, esa piel tan tierna, húmeda, y metí el dedo índice en su interior cálido, mientras miraba sus ojos, sin creerlo todavía (“María Piedad”), paralizado.
De repente y sin razón, María Piedad sacó mi mano de su entrepierna. Como buen chico, fui obediente. Miré mi dedo enrojecido. Enseguida, antes de que ella me llevara la mano a la nariz, ya lo había reconocido: era el mismo aroma de la tía, el mismo de mamá, el que yo sentía cuando abría el cesto de basura en el baño, y que cada vez que lo percibía, adivinaba qué encontraría adentro.
—Ya soy mujer —dijo.
Debí tirarme, lo pienso ahora, tirarme encima de ella, y retenerla, robarle un beso, olerla más, aprisionarla, por nada del mundo dejarla ir; no debí, en cambio, permitirle que me abandonara a medias, con mi boca abierta, con mi ser turbado, con mi mano en mi nariz, tan trastornado, tan de repente, pero impedido de la pura sorpresa misma, diciéndole con la mirada: yo te espero, amor, yo soy tuyo, amor.
María Piedad caminó hacia atrás, mirándome, divertida, sonriente. Y cuando llegó al final del muro, se dio vuelta y empezó a correr. Y yo quedé ahí, quieto, como ella seguro quería verme, extasiado, con su olor dulce, el olor del deseo en mi sonrisa triste, pero orgullosa.
Julio O’Byrne