Escombros de Fernando Vallejo por Santiago Uhía

Fernando Vallejo, Escombros, Alfaguara, 2021

En 2010, durante el festival Les belles étrangères, Fernando Vallejo (Medellín, 1942), participó en un evento que debía ser un debate. En un momento de la charla, el moderador le preguntó al colombiano cuál era su definición de la autoficción, la categoría que a menudo se ha utilizado para describir su obra. “Esa palabra, contestó el autor, es un invento francés”. Y con una sonrisa socarrona agregó: “ese es un problema que los concierne a ustedes, no a mí. Yo no quiero hablar de eso. Yo prefiero hablar del papa”. Acto seguido comenzó, en efecto, a hablar del papa, de la infamia de los monoteísmos, del problema de la sobrepoblación, del desastre de Colombia y de los derechos de los animales. Entonces como ahora, Vallejo no debate ni sale de sus obsesiones.

Es más, los temas sobre los que habló aquella noche y el tono inapelable con el que le respondió al pobre moderador son los mismos que marcan sus biografías, autobiografías, ensayos, conferencias y relatos autoficcionales. Son también los mismos que se imponen en su más reciente novela: Escombros. Y es que la de Vallejo es una voz monotemática, repetitiva, incisiva; un yo obstinado, atrabiliario, totalizante; un narrador-personaje que desde la publicación de su primer libro de ficción, Los días azules (1985), viene construyendo una representación caótica del presente a partir de la reconstrucción de la historia propia.

En el caso de Escombros el caos es múltiple y está por todas partes. El viejo narrador, homónimo del autor, cuenta desde su encierro en Medellín (en confinamiento por la pandemia) los últimos días de su vida en México, marcados por el desastre: el terremoto de 2017 en Ciudad de México, la destrucción del apartamento que fue su hogar durante el largo tiempo que vivió allí y, sobre todo, la muerte de David, su compañero sentimental, pocas semanas después.

A partir de estos elementos se construye un relato que, a pesar de estar centrado en torno a la figura del amante perdido, no se regodea en la tristeza ni en la ira. Sí que merodea por esos terrenos, pero nunca cede a la tentación de quedarse allí. De hecho, la estructura misma del texto parece responder a esta ambigüedad, pues el relato no avanza en línea recta, sino que, así como el edificio de la calle Ámsterdam desde el que Fernando, Ofelia su asistente y Brusca su perra ven desplomarse media cuadra durante el terremoto el 19 de septiembre de 2017, así también oscila el texto de un lado a otro, del presente al pasado, de Medellín a México, de la furia a la ternura.

Es tal vez por esto, por ese movimiento constante que la novela puede leerse no sólo como un relato sobre la pérdida y la muerte, sino también como una diatriba atrabiliaria contra la nostalgia y la vejez. Este es el gran acierto de Escombros, lograr ese equilibrio precario en la narración de una tragedia individual y colectiva.

Santiago Uhía