El niño dejó los brazos de su madre y, con sumo cuidado, dio los primeros pasos que la alejaban de ella. Dudó un instante y finalmente se detuvo. El sol iluminó su rostro angelical contraido en una expresión cercana al llanto, mientras la gente pasaba junto a él, insensible a su desdicha. De pronto giró y echando a correr hacia su madre, se abrazó a ella, llorando. La mujer cerró los ojos y lo mantuvo apenas un instante contra su cuerpo, para soltarlo luego resueltamente.
_ Tienes que ir, no tengas miedo, allá está papá –lo animó – ¿Ves ? Está allá esperándote, anda hijito, anda.
Lo besó y limpió sus lágrimas con ternura hasta que logró calmarlo y otra vez el niño echó a andar.
Taciturnos, los soldados observaban la escena que a fuerza de ser constante había llegado a serles familiar. Uno de ellos, exasperado por la candidez del niño y queriendo hacer gala de agresividad se acercó a él y leyó con descaro el papel que el pequeño llevaba doblado en la diestra. Una sonrisa irónica afloró en sus labios cuando terminó de leer el manuscrito. Sin contemplación, con menosprecio gritó :
_¡Amor ! ¡Cartas de amor en tiempos de guerra ! – y dirigiéndose a la madre del niño le increpó violentamente – ¿Por qué no te olvidas de él ? ¿Por qué no te enamoras de un peruano ? ¡Deberían fusilarte por traición a la patria !
Sus compañeros rieron escandalosamente sin abandonar sus respectivos puestos. Frente a ellos, apenas separados por unos pasos, los soldados ecuatorianos mantuvieron aparentemente la calma, ningún signo exterior delató la rabia que los consumía.
Envalentonado por el silencio, el soldado peruano levantó el puño izquierdo sin dejar de sostener con la mano derecha su arma de reglamento.
_¡Viva el Perú, carajo !
La madre del niño temió lo peor y estuvo tentada de correr hacia su hijo que en aquel momento cruzaba el Puente y era recibido por los soldados ecuatorianos. Uno de ellos le quitó el papel que portaba y levantándolo cual bandera triunfal, gritó:
_¡Así somos los ecuatorianos! ¡Las peruanas no pueden olvidarnos !
Un murmullo enardecido se elevó del otro frente.
_¡Monos idiotas ! – se escuchó.
_¡Gallinas cobardes ! –replicaron.
Los transeúntes se replegaron inmediatamente y en pocos segundos no quedaron sino los soldados de ambos flancos y el niño y sus padres. Estos fueron los únicos civiles que no huyeron, se quedaron frente a frente con el alma en vilo, dispuestos a morir si empezaba la ofensiva armada, a morir si era preciso en aquella guerra absurda en la que no tenían nada que ver, pero en la cual se vieron involucrados desde siempre. Distantes sus ojos, se buscaron. No, no era preciso hablar. Allí sobraban las palabras. Por fin, el hijo de ambos llegó a donde se encontraba el padre y se fundió en sus brazos.
_¡Hijo! ¡Hijito! –le susurró al oído y levantó una mano para decirle a ella que estaban juntos, que nuevamente habían vencido la tenebrosa amenaza diaria de la guerra. Los ojos se le humedecieron al leer la carta que portara su hijo y extrayendo de su bolsillo un papel, escribió sobre él algunas letras. Luego lo depositó en el bolsillo de la camisa del niño junto a un poco de dinero.
_¡Ya! ¡Ese niño peruano que vuelva a su país ! –reclamó un soldado ecuatoriano en tono impaciente.
El hombre depositó al niño en el suelo y nuevamente el pequeño desandó el camino que le trajera desde los brazos de su madre hasta los de su padre, soportando con la entereza que sólo proporciona la ingenuidad, las diatribas de aquellos hombres atrincherados desde el primero de agosto en el Puente Internacional, en espera de la orden de abrir fuego. Dos meses habían transcurrido desde que las fricciones entre las milicias de ambos países habíanse tornado intolerantes. Dos meses desde que la frontera fue cerrada y aquel que se quedó en el país equivocado sufría inconcebibles agravios y persecuciones de los servicios de inteligencia de cada uno de los ejércitos en conflicto.
Martín Carrión se cubrió los ojos con una mano para apaciguar la penetrante luz del sol que hacía gala de su vitalidad en ascenso veloz hacia el cenit, mientras con la otra hacía adiós a su esposa e hijo que en aquel momento, tomados de la mano, emprendían el camino de retorno a la casa paterna de ella, allá, en la inquieta urbe de Tumbes. Martín Carrión estuvo aún pendiente de aquellos pasos dados hasta que no quedó de ellos sino la frescura del recuerdo. Consternado aún, miró su reloj de pulsera.
_¡Caramba ! –dijo– ¡Ya van a ser las ocho!
Y como tantas mañanas trató de conservar la cordura para llegar al taller de mecánica que lo aguardaba diariamente desde tres años atrás, con su rancio olor de aceite. Tuvo que calmar todavía el revuelo del corazón ante el reciente reencuentro, apaciguándolo con los tules de la esperanza que amenazaban cada día desbordarse ante la certidumbre de que aquella separación forzada sería muy larga. Sorteó ansiosamente las calles plagadas de comerciantes que exhibían sus mercaderías a escasísimos clientes. Dos meses atrás, Huaquíllas era distinta: amanecía ataviada con polícromos trajes y una vorágine de acentos peruanos impregnaba sus días de indicustible alegría, centelleante efluvio de amistad de dos países latinoamericanos.
Dos meses antes, la vida de Martín Carrión también era distinta. La vaporosa mañana lo encontraba abrazado de Olinda, su mujer, quien tenía la rara habilidad de limpiar con su sonrisa el implacable polvo de la pobreza que empañaba muchas veces el prístino cristal de su dicha. En ella había descubierto el camino más corto hacia la felicidad.
Se habían conocido hacía cinco años, cuando Olinda era una muchachita de veinte que viajaba a Huaquillas con su madre para comprar mercadería, y él, el alegre dependiente de veintiséis años que ayudaba a su padrino en el pequeño puesto de zapatos que éste tenía junto al Puente. La tarde en que la conoció menuda y sonriente, se quedó deslumbrado, por la sinfonía de su voz y el resplandor ambarino de su mirada. Como por encanto parecióle desde entonces que el mundo era más hermoso si llegaba a través de la silueta irresistible de aquella mujer que, con candorosa mano, había abierto de par en par las puertas de su hasta entonces infranqueable corazón.
Ella inocente del alboroto que le ocasionaba, llegaba puntualmente los viernes por la tarde hasta la zapatería informal y, entre risas, elegía con su madre el calzado a comprar. Hasta la tarde soleada en que llegó sola porque su madre sintióse indispuesta, y él encontró una magnífica ocasión para declararle su amor. Ella empeñóse en elegir zapatos ante la aflicción de Martín que no encontraba el modo de desenredar el discurso tantas veces preparado y que ahora se intimidaba frente al gracioso e incesante quehacer de la muchacha. Tal vez por casualidad sus ojos se encontraron y él halló el valor para tomar entre las suyas las delicadas manos femeninas con exaltada ternura, besándolas tantas veces que ella le reprochó:
_¿Qué te pasa? ¿Así besas las manos de tus clientes?
Y separándose bruscamente tomó sus paquetes e intentó alejarse, pero él la detuvo y en un arranque de sincera turbación sólo pudo decir:
_¡No te vayas’ ¡Estoy enamorado de ti!
Incontrolable ya, la abrazó. Ella se quedó quieta sin saber qué hacer, pero cuando Martín intentó besarla se encontró con la barrera pequeña y firme de su trigueña mano.
_Estás resfriado, me vas a contagiar – le dijo mirándole risueña. El aceptó aquella verdad como algo insalvable y no encontró argumentos para retenerla cuando tomó sus paquetes y se perdió en el laberinto de gente y puestos informales que era entonces Huaquillas.
En mil novecientos noventaicinco, tras dos años de noviazgo y luego de la Declaración de Itamaraty, confiados en que las diferencias entre sus países terminarían, Martín y Olinda, se casaron e instalaron su hogar en el lado norte de la ciudad. Un año después nacería el niño que era el encanto de ambos.
Cada veintinueve de enero, los ejércitos de Perú y Ecuador encontraban la forma de mostrar su disconformidad con el Protocolo de Río, sembrando temor en la población fronteriza la cercanía de esta fecha. Olinda y Martín sentíanse más unidos en aquellos momentos de amenaza. Con temor vivían cada verano, hasta que el primero de agosto de mil novecientos noventaiocho se encontraron con la frontera cerrada y con la escalofriante noticia de que el conflicto entre Perú y Ecuador había adquirido proporciones mayúsculas. Afortunadamente, Olinda y el niño habían viajado a Tumbes dos días antes en visita familiar y se quedaron del lado peruano. Durante aquellos días de separación, Martín Carrión habíase interrogado una y otra vez por qué demonios tuvo que enamorarse precisamente de una mujer peruana. Y el corazón no sabiendo como defender su elección, solamente latía cadencioso con su tumulto de recuerdos sublimados por la nostalgia.
_ Qué importa – se consolaba siempre– qué importa si las ásperas campanas de la guerra tocan a rebato, el amor no sabe de fronteras.
Ansiosamente leía los grandes titulares de los diarios con la esperanza de encontrar visos de solución a aquella incómoda situación. Miraba con devoción casi feroz los flash informativos de la televisión para sumirse una y otra vez en la tristeza y el desaliento. Hasta que optó por no enterarse del desenvolvimiento del conflicto sino por los comentarios que le hacían diariamente los escasos clientes de su taller de mecánica.
Así lo encontró la noche del veintiséis de octubre, en su retiro voluntario. Temió lo peor cuando oyó los gritos de la muchedumbre por las calles. Asustado abrió la puerta y lo que vio lo dejó clavado en su sitio sin poder dar crédito a lo que veían sus ojos.
Un río humano lo arrancó de aquel lugar. Sin saber cómo, Martín se encontró en el centro de aquel torbellino gritando a voz en cuello « Viva la paz » y repartiendo abrazos y besos a todo aquel que se arrojaba a sus brazos, conocido o no, en un arranque incontrolable de felicidad. El júbilo desbordó la ciudad. De uno y otro lado, el Puente Internacional recibía seres ebrios de alegría que acudían allí con la esperanza de encontrar al amigo, al hermano, al ser querido que la guerra alejó. Martín Carrión, contagiado de tanta euforia, abrazaba y besaba a todo aquel que se cruzara en su camino, hombre o mujer, anciano o niño. Un par de borrachines estuvieron a punto de incendiar una casa obnubilados por tanta felicidad. Por suerte, el dueño les había visto y llegó a tiempo para quitarles el fósforo y la gasolina que intentaban rociar en la puerta y la tragedia no se consumó. Entre aquel mar humano que gemía, lloraba, abrazaba, reía, llamaba a gritos a algún ser querido o simplemente repartía ósculos sin condición, se hallaba Martín Carrión. Allí lo encontraron Olinda y su hijo, totalmente despeinado y con la camisa desabotonada.
_¡Bendito sea Dios ! – dijo antes de abrazarlos. A tropezones, con mucha dificultad, recibiendo todavía muestras de cariño de aquellos desafortunados que no encontraban aún a los suyos, lograron salir del tumulto.
Después se quedaron mirando aquel maravilloso espectáculo largo rato, hasta que por fin, abandonaron el Puente para dirigirse a su hogar. A sus espaldas, el regocijo no disminuyó. Peruanos y ecuatorianos celebraban por fin la ansiada firma de la paz. Una vez más el amor había vencido al odio. Una vez más los hombres habían redescubierto el maravilloso sentimiento de la hermandad.
Olinda y Martín se abrazaron.
_¿Me extrañaste? – preguntó él.
_ ¡ Sabes que sí ! ¿Y tú, nos extrañaste tú?
_Mucho, mucho – la miró con dulzura – es curioso …
_ ¿Qué …?
_ Es curioso pero en paz o en guerra el corazón sólo sabe enarbolar una bandera: la bandera del amor.
Siguieron caminando abrazados, A sus espaldas, las luces de bengala hacían nidos de colores en el cielo.
María Elvira Núñez Muñoz