Comienza a llover de Francisco Izquierdo-Quea

Nous publions ici une nouvelle inédite en espagnol de Francisco Izquierdo-Quea

Pablo Guevara en el Instituto Cervantes de París. Llego solo y me ubico en primera fila. Al poco rato, el auditorio termina de coparse hasta sus extremos. A un lado, Ben Affleck, en un español perfecto, se dirige a una Morgana Vargas Llosa cámara en mano y dientes enormes. Al otro, de piernas cruzadas, y agitando la derecha sobre la izquierda, Mario Bellatin lee en silencio una biografía de Bernie Madoff. 

Pablo ingresa y la sala bate palmas, mientras él, serísimo, se acomoda en una silla del estrado, tras una mesita. Un tipo alto y de aire agradable toma el micrófono y realiza la presentación, hablando de su trabajo como profesor, poeta y cineasta. Al terminar, le cede la palabra a Pablo, quien empieza con una anécdota sobre su vuelo Lima-París, pasando luego de un tema a otro: la lluvia y el frío de la ciudad, los cinco puntos de quiebre de la poesía peruana (Eguren, Vallejo, Westphalen, Moro y Adán), cine, política, ciberpolítica e intelectuales en redes sociales; todo de manera similar que en sus clases magistrales en San Marcos: atando cabos y relatando situaciones y ejemplos. Luces, muchas fotos y gente tomando notas. Alguien, una mujer, se pone de pie y pide hablar, dice: «Señor Guevara, ¿nos quedamos en el centro o nos vamos con la izquierda o la derecha? ¿Qué nos espera?». Pablo peina su barba con los dedos. Suspira.    

«No existe el centro ni una opción política definida, salvo en el caso del fascismo. Todo ser humano tiene ideas de derecha e ideas de izquierda. Mussolini fue socialista. En Argentina intentaron cancelar una conferencia de Mariátegui por considerarlo un aprista encubierto. En el Perú, por ejemplo, hay fujimoristas, apristas, caviares, derechistas y sindicalistas de casa con piscina que juegan en el papel de la izquierda. La prensa está comprada por los grupos de poder y la gente ya está harta de comerse el cuento. El final será trágico y no tendrá mucho que ver con el Armagedón, salvo que todos seremos exterminados como los dinosaurios. Felizmente Vallejo está enterrado aquí. Habrá que ir al Montparnasse y tomar su ADN para iniciar un nuevo país». 

El auditorio aplaude y hasta ahí todo parece andar bien; sin embargo, el semblante de Pablo me desconcierta: no se ha mostrado risueño en ningún momento de la noche y no ha parado de mirar su reloj. Algo no debe andar bien, pienso. De pronto, el presentador anuncia que la conferencia ha terminado. ¿Terminado? Que el poeta debe partir pronto al aeropuerto para tomar un avión rumbo a Estocolmo. ¿Estocolmo? Pablo se incorpora y sale flanqueado por cinco guardaespaldas que aparecen en escena. La gente va sobre él. Flashes, gritos. A pesar del barullo, Pablo se muestra sereno. Me mira y, aún serio, me reclama con las palmas abiertas y los dedos extendidos. Voy. Él les indica a los gorilas que abran paso. Ingreso a ese pequeño círculo en donde Pablo avanza lentamente. Nos abrazamos. 

––Pablo, ¿cómo estás? ––le digo––. Has hablado excelente. 

––Germán, ganó el sentido común: Fujimori sigue preso y por una sola vez la justicia ha hecho algo coherente. Pero no te confundas, recuerda siempre que todos son unos corruptos. El pueblo ya se dio cuenta. Por eso Natalia Málaga y el gordo Gastón tienen más credibilidad que esas ratas. No creas en políticos, Germán. Nunca podrás hacer cine en el Perú. Quédate en Francia. Raúl Ruiz hizo sus películas aquí. Tú también puedes hacer lo mismo. No lo olvides, todos son unos corruptos. En política es mejor ser escéptico que creyente, sino estás jodido.

––¿Y cómo es eso de que te vas a Suecia, Pablo?

––El presentador es un poco tonto y ha confundido todo. Me voy a Dinamarca, con la familia de Hanne, que ya está allá. No sé cuándo volvamos a hablar. De momento dile a la gente la verdad, Germán. Diles a todos la verdad. Diles también que Eielson quiso ser pintor y que la poesía para él era algo de segundo rango. Pero triunfó ahí y fracasó en la pintura. Así es la vida. 

Los guardaespaldas apuran el andar entre la gente. Nos despedimos. Es el último abrazo, lo sabemos. Pablo desaparece con sus custodios, medio auditorio y todos los periodistas detrás de él. Yo me quedo ahí, con la cara llena de lágrimas y sin saber qué hacer. A un costado, y aún en primera fila, Ben Affleck le comenta a la hija de Vargas Llosa sobre su última obra maestra, Argo.   

***

Casi nunca sucede pero esa vez recordé todo. 

Desperté y me puse frente a la mesa a escribir el episodio de Pablo antes de olvidarlo. Esa fue una instrucción directa que el psicoanalista me dio meses atrás («si recuerda algún sueño, escríbalo inmediatamente, y luego venga a contármelo») y recién esa madrugada pude ponerla en práctica.

Escribo cuatro párrafos de manera desordenada y casi frenética. Al terminar, observo a un costado de la mesa la fotocopia de un artículo de Ruiz de Rimini sobre la influencia de la música en la ciencia ficción. El texto se titula «El punk es la clave de la vida» (Quenquezana me diría después que la frase fue tomada, casi con seguridad, de Ray Loriga) y lleva como epígrafe una cita del Ulises: «La historia ––dijo Stephen–– es una pesadilla de la cual quiero despertar».   

Preparé un té, giré el sillón y me puse a mirar el amanecer a través de la ventana. Leí lo que acababa de escribir, recordé a Pablo, volví a lamentar el no haberme despedido nunca de él, en cómo postergué mi visita al hospital cuando él cayó enfermo. Recordé también sus clases de poesía, sus clases de cine, todo lo que Pablo transmitía a sus estudiantes a través de su sabiduría, humildad y sentido del humor. Comenzó a llover. Continué ahí con aquello en la cabeza, mirando el agua estallar sobre los techos de zinc. Hacia las nueve me duché y luego tomé un café con tostadas y mermelada. Salí y caminé hacia el metro. Ya había descampado. El día era frío, pero se podía andar con normalidad por la calle. 

Plaza Saint-Michel. Quince metros más allá llego a Le Lutece. ¿Cuántas veces me quedé sin casa y fui a Le Lutece a mirarme la cara dentro de una taza de café? ¿Dos, tres veces? Ingreso, me acomodo en una mesa, pido un café, fumo, espero a Van Dalen. Desde que se mudó a Nogent-sur-Marne, dos años atrás, ya no hablamos tan seguido. Tengo una libreta conmigo pero no sé qué escribir ni para qué escribir en ella. A veces esta situación me pone triste y me desanima. Pienso en el flaco Quenquezana, tan lleno de vitalidad y proyectos, en sus premios, en lo bien que le va en Estados Unidos, en cómo nos conocimos en San Marcos, en cómo empezamos juntos a escribir y a ilusionarnos con hacer un buen guion, una gran película. Pienso en su suerte, en sus ideas, en su disciplina, en que él tiene talento y yo no. 

Hace un tiempo, hacia julio o agosto, recibí un mail suyo. Me decía que estaba con Lena en Siberia, en casa de su suegra. No sé el nombre del pueblo, pero Quenquezana mencionó algo sobre peleas de osos y un antiguo campo de concentración. Conversamos un día vía Skype. No recuerdo de qué hablé, algo insustancial, seguramente. Él sí dijo muchas cosas, todas cargadas por la altisonancia de su voz, oh, qué maravilla París, qué ciudad de putamadre en la que vives, Germán, y luego por aquí todo bien, y después el flaco Quenquezana habló de su experiencia en Sundance, de cómo su vida se hacía más y más prometedora, de su trabajo haciendo cine, de sus avances con un nuevo guion, y luego de sus días en Rusia, del verano siberiano, de su suegra que vivía sola con dos chihuahuas. ¿Dos chihuahuas? Sí, se llaman Boris y Yakov, con Lena aprovechamos en pasear un poco con ellos en las mañanas. Luego todo se interrumpió y escuché a Quenquezana decir: Lena, Boris se está tirando al otro perro. Apúrate, ¡mira! Y muy al fondo, en algún lugar, a ella responder: ¿Qué? Y él: ¡Pero no en perrito sino en misionero! Y luego Lena replicar nítidamente: ¡Déjalos! Eso es porque no los hemos sacado a pasear. Y él: No es eso, Boris necesita una perrita. Los dos necesitan una perrita. Justo ayer, Yakov se la estaba chupando. Tienes que decirle a tu mamá, sino…  

Nuestra conversación no duró mucho rato más. No sé de cuándo acá nuestras charlas se fueron distanciando tanto, al punto de únicamente ceñirnos a algún eventual mail. Antes de dejar Lima éramos muy unidos. Nos gustaba recordar el viaje que hicimos juntos a Valparaíso, de esa fiesta en El Huevo, cuando en algún momento de la noche nos perdimos en ese local enorme, cuando lo busqué por todos lados, y cuando de pronto lo vi sobre el estrado, hablándole al DJ, quien al final de una canción le cedió un micrófono. Veo a Quenquezana tomar el micro con una mano y levantar la otra gritando: ¡Yuju! ¡Hola Valpo, los quiero a todos, este es mi hogar! ¡Adoro estar aquí!

Fumo otro cigarrillo, bebo café, sigo esperando a Van Dalen. Saco el libro de Guido Macaya de mi bolso. Sus poemas tienen un aire incipiente. Leo uno titulado «El sabio». Subrayo la mayoría de los versos.    

No estoy triste, no

Solo estoy confundido

He estado confundido muchas veces

De muchacho no conocía nada, o casi nada

Pero eso fue antes de leer a Verástegui y a los Hora Zero

Que fue cuando me convertí en un sabio

De muchacho no conocía casi nada

Por ejemplo, no conocía los prostíbulos

Un día le dije a mi papá

Papá, yo nunca he ido a una de esas vainas, ¿podemos ir a ver?

Él dijo ya tienes 29 años, sabandija, vamos

Y me abrazó, y abrazados fuimos a las Cuquis

Lugar donde me encontré con la Tres Piernas

Una ex vendedora de libros en Miraflores, de quien me enamoré con locura

He estado confundido muchas veces

Pero los libros y el amor

Enseñan que nunca es tarde para arrepentirse

Van Dalen llegó dando saltos entre los charquitos de la vereda (la vi venir desde la parada de bus); había cambiado de peinado y abrigo, y estaba más flaca. Se sentó frente a mí. Me habló de un chico llamado Antoine y de su doctorado. Le hablé del sueño con Pablo y de mi doctorado. Me habló de Nogent-sur-Marne, de que era feliz ahí, de que debería dejar París e irme a vivir a la banlieue, que ella podría ayudarme a encontrar algo. Dejé que continuara con sus incoherencias. Van Dalen fumó conmigo y bebió café. Ella no fuma ni bebe café, pero cuando estamos juntos lo hace. Luego ella abrió una de sus agendas (Van Dalen está llena de agendas), cogió una foto y me la entregó. Estábamos en la sala de la casa de mis padres, ella de diecisiete años y yo de dieciocho. La foto fue tomada por Santiago el mismo día que los presenté y ambos comenzaron su historia. Contemplé la imagen durante un momento. Ella aguardó con los brazos cruzados sobre las mangas de su chompa. Te la regalo, apuntó después. Asentí. Luego buscó algo entre sus cosas y sustrajo un libro de Siegbert Tarrasch sobre la historia del ajedrez. Esto también, dijo.  

***

Bandeja de entrada Yahoo. Correo de Fresita.

Hola Germán. Recién puedo responder tu correo. Te escribo desde la oficina. Estoy harta, Germán. Hoy en la mañana tuve la esperada reunión con mi jefe y todo para nada: finalmente no habrá reemplazo de la estúpida que despidieron el mes pasado y menos un aumento de sueldo en todo el año. Por un momento todo se puso muy candente, casi lloro de cólera y de impotencia porque ese huevón estaba intratable y hecho una mierda.

En la reunión estaba yo con dos patas más (mi coordinador y otro ejecutivo) y los muy maricas, ¿acaso miraban a los ojos a mi jefe? Son unos cobardes. La única que piteó fui yo y lo voy a volver a hacer porque ya me tienen podrida con tanta huevada. 

 En fin, ya me desfogué un poco. Lo siento. Todo tiene solución menos la muerte (no sé quién dijo eso, creo que Jesús a los ladrones).

¿Qué más te cuento? Ah, sí. ¿Recuerdas a mis amigas del trabajo? Bueno, es algo raro. Ellas están solas, no tienen pareja y para no deprimirse salen siempre, salen mucho y se acompañan a todos lados. Ahora se han vuelto supersticiosas, se leen las manos casi todos los fines de semana y preguntan si conocerán a alguien. A todas les han dicho que sí y eso las desespera más. 

Mis amigas quieren casarse, tener hijos, casa y perro. Siempre me llaman para unirme a ellas, pero las evito: me aburren, no tengo tema cuando estoy con ellas, solo las escucho y siempre me hablan de lo mismo, que necesitan a alguien, que quieren que las quieran, etcétera. A veces siento lo mismo, porque influyen en mí y me pongo triste.

Mis amigas no son bonitas, son inteligentes, profesionales y agradables, son algo atractivas, pero no son bonitas, no lo son. Sin ser agraciadas son exigentes cuando de hombres se trata, buscan a profesionales, patas de buen cuerpo, y especialmente que tengan buen poto. Yo pensé que solo a los hombres les gustaban los potos, pero a ellas les gustan mucho y hablan del tamaño y forma que deben tener. En resumen, mis amigas quieren un pata con buen trabajo, independiente, potón, con estudios de postgrado, negocio propio y, ojo, que sea de buena familia.

Ayer les dije a mis amigas que no me siento tanto su amiga, que no tenemos nada en común, que soy su mal tercio, que no hay afinidad, que me perdonen por renegar de ellas pero que sepan que las quiero, que las acepto pero que no estaré disponible para las fiestas, el baile, los tragos, el raje, que no contestaré el teléfono para huevadas, pero también que nunca faltaré en los momentos serios, difíciles, en la enfermedad y en la pobreza.

A mis amigas finalmente les digo que soy su amiga. 

¿Tú cómo estás? Te mando muchos besos. 

Fresita

***

1.

Nueve y quince de la mañana. Germán hace café y alista todo para el desayuno. Sentada a un lado, con el cabello revuelto y poniendo música en la computadora, Mariana habla. 

––Polo Polo dice que las mujeres al despertar, como no tienen huevos qué rascarse, se rascan la cabeza.

––Como tú.

––¿Yo me rasco la cabeza? 

Germán le dice que el desayuno está listo, que deje todo y que venga a comer. Ya ven a sentarte por aquí, sajinita. Ríen. Ella le dice espera, quédate como estás, y extrae de su bolso una cámara pequeña. Le toma algunas fotos, se las muestra: Germán sonriendo con las tazas de café. 

2.

Once y cuarenta de la mañana. Mariana ha dejado de poner música en el ordenador y mira a Germán hablando con los ojos abiertos. 

––Y yo aquí sentado como un imbécil, mientras Quenquezana sigue en Miami, Chicago, un lugar de esos en los yunaites, escribiendo guiones para algún día ganar el Sundance o la Berlinale.

––Tú también deberías seguir escribiendo, Germán.

––Déjate de tonterías, por favor, Mariana. Mis trabajos miserables me ofrecen poco tiempo libre. Y menos tiempo libre para escribir.

––¿Déjate de tonterías? ¡¿Cuáles tonterías?! ––gritó ella––. Las únicas tonterías es que sigues siendo el mismo hijo de papi juniorsazo de siempre.

Germán se hace a un lado, no soporta cuando Mariana grita. Va a la alacena, saca una botella de pisco y comienza a preparar chilcanos. Todo esto transcurre en silencio. Luego vuelve a la mesa con los dos vasos. 

3.

Cinco de la tarde. Germán ve en YouTube una entrevista a Kenji Fujimori en donde Kenji Fujimori habla de sí mismo en tercera persona. Kenji Fujimori no tiene rabo de paja, dice Kenji Fujimori. Germán abre otra pestaña en el Mozilla y busca en Google el mail de Ruiz de Rimini. Lo encuentra con facilidad en la web de la Universidad de Manchester. Le escribe entonces un correo, declarándose admirador de sus textos críticos y obra de ciencia ficción. Enseguida, disculpándose por la confidencia, le relata en un solo párrafo el sueño que tuvo con Pablo Guevara y le pregunta por qué, a todo ello, su artículo «Star Wars y el Combate de Angamos» sostiene la hipótesis revisionista de que Pablo Guevara es el Yoda y José Adolph el Miguel Grau de la literatura peruana.  

4.

Siete y treinta de la noche. Pauline conduce el auto en dirección al Grand Palais. Germán, a su lado, la escucha hablar, primero, sobre sus dietas; segundo, sobre su última crisis familiar: el padre de Pauline acaba de jubilarse en la SNCF y recibirá una pensión mucho menor de la que esperaba. Hollande es una mierda, el gobierno es una mierda, maldice Pauline, mientras espera el cambio de luz en uno de los semáforos de Champs-Élysées. 

––¿Entonces cuánto billete al mes le van a dar a tu papá?

––Seis mil euros. El otro jueves voy a acompañarlo a reunirse con su contador. Tenemos que hacer eso antes de caer en la bancarrota.

––Plop. Yo ya quisiera recibir la quinta parte de esa plata. Con eso me conformaría.

––Eso lo dices porque eres un mediocre, Germán. Ya te dije que si sigues pensando así nunca vas a lograr un patrimonio ni nada importante en Francia. ¿No entiendes la gravedad del asunto? Mi papá se ha pasado el día encerrado bebiendo whisky y mi mamá no para de llorar. Con ese dinero no les alcanzará para cubrir sus gastos comunes y el de las demás propiedades. 

––¿Y por qué no venden sus otras casas y se quedan tranquilos con la de París?

––Cállate, Germán. Me desesperas. No sé por qué te cuento esto si siempre sales con tus soluciones disparatadas.  

Germán se encoje de hombros y finge mirar el tablero del carro. Sabe que si dice una frase más Pauline se vería propensa a ataques de rabia, depresiones y circunloquios. Decide cambiar de tema: habla de su encuentro con Van Dalen, del libro que ella le obsequió, y también del mail extraño de Fresita. Pauline dice ajá, con el tono y la mirada cansada que va para Germán como tengo una crisis familiar, Germán, una crisis familiar REAL, y tú acá hablándome de tus amiguitas.

5.

El salón principal del Grand Palais presenta un sinnúmero de divisiones con forma de biombos de estilo vanguardista en muchos colores. Dentro de cada división hay 1) o cuadros y pinturas, 2) o instalaciones de todo tipo, o 3) una serie de performances que varían entre el teatro y el circo. Mientras Germán asume el momento, Pauline le señala a un grupo de gente y le dice vamos ahí, son los del trabajo. Los ejecutivos de France Telecom, empresa auspiciadora de la muestra, los reciben entre sonrisas y copas de champagne. Uno por uno, Germán conoce al dedillo a los colegas de Pauline: cenas, cumpleaños, aniversarios de cualquier cosa le han servido para esto. Martine, enamorada del Tercer Mundo y de las «pirámides incas», busca conversaciones sobre naturaleza, deportes de aventura y otros temas que Germán desconoce por completo. A su lado está Philippe, eurocéntrico, bretón y amante del tenis. Más allá, al teléfono, está Lionel, masón, defensor del primer gobierno de Chirac («reconozco que en el segundo cayó en algunas exageraciones, Germán, jeje») y candidato eterno a ocupar un puesto de avanzada en la sede de Londres. Hablando con Pauline, entre muecas y falsetes, están Charlotte y Estelle, gemelas y amantes de reventar medio sueldo en Lafayette y en las boutiques de Saint-Germain; idénticas en absoluto, ambas guardan un aire entre encantador y tétrico (no muy lejano al de las niñitas de El resplandor) que hace pensar a todos en esa famosa leyenda templaria que afirma que en París nació Dios y por ende también el Diablo. 

Germán bebe champagne e intercala algunas frases con ellos, luego se escabulle al exterior buscando fumar. Al volver, observa el panorama de la muestra. Cocinas con fotos de astronautas, teteras partidas en la mitad, duchas decoradas con poemas y fotos new wave, licuadoras licuando iPhones y cables. Más allá, un juego de living (sillones y mesa) representa otra instalación, y se titula «Pensar cuesta, sentarse es gratis». 

El público es variado, desde estudiantes, pasando por bobós y babas-cool, hasta ejecutivos y administradores de empresas, y gente con ropa exorbitante (es obvio que el patrocinio de France Telecom abre otras puertas al arte, piensa Germán). Va hacia la parte de los cuadros. Hay algunos con paisajes en collage, otros con imágenes calcadas de fotografías y pintadas al látex y óleo. 

––Germán, qué haces. 

Es Pauline. Pauline y su vestido gris y sus zapatos rojos taco nueve. Germán la observa como le ha gustado observarla siempre: hasta hacerla pestañar, hasta hacer que ella comience a dar pasitos sobre su sitio, hasta que ella diga qué muy bajito y luego qué de nuevo, muy bajito también. Entonces sucede: por primera vez en mucho tiempo Germán siente que Pauline va a decirle algo, algo como una revelación, algo como nunca debimos separarnos, Germán, dejemos la farsa, intentémoslo de nuevo, algo como vámonos a Berlín, Germán, siempre hablaste de Berlín y yo nunca quise ir a Berlín pero ahora sí estoy lista para ir allá y para ladrar juntos en ese idioma horrible que es el alemán. Pero Pauline no dice nada de eso.  

––Miro la muestra. Para eso hemos venido, ¿no?

––¿Te gustan los cuadros, Germán?

––Creo que sí. Pensé que solo en Perú había pintores que no sabían dibujar, pero veo que acá también hay muchos. 

––Un pintor pinta, Germán. No necesariamente dibuja. Recuerda a Andy Warhol. 

––Nunca entendí a los seguidores de Andy Warhol. Tampoco a los de Neruda y García Márquez.

––¿Quiénes son Neruda y García Márquez?

––Unos profesores de San Marcos. ¿Nunca te hablé de ellos? Neruda enseñaba semiótica y el otro hacía el taller de poesía. 

––No sé de qué hablas. En fin, voy al baño. Ya vuelvo.

––Está bien, yo iré a mirar esa instalación.

––No te hagas el estúpido, Germán, esa es la mesa de los bocaditos. 

––¿En serio?

––Chau, Germán. 

6.

Pauline aprovecha en retocar el rímel y las sombras sobre sus ojos, y también en acomodar la caída de su cabello sobre la espalda. Sonríe al espejo, se alisa el vestido encima de la cintura y las caderas y sale del baño. Camina sin prisa. Observa a un lado la performance de una chica que come huevos crudos y que luego los vomita. La obra, anunciada en un cartel, lleva por título «No a los transgénicos, las gallinas no tienen la culpa».  

Busca con la mirada a Germán. Lo encuentra al otro extremo de la sala, sentado junto a un grupo de gente que parece escucharlo con atención. Marcha hacia allá, lo suficiente como para que él se percate de su presencia. Así sucede, Germán voltea y la mira algo agitado. 

––Pauline, siéntate, por favor ––habla él––. Estaba tratando de decirles a estos imbéciles defensores del libre mercado lo de tu padre ––y luego en voz muy alta––: Trabajó toda su vida para ellos y los de la SNCF no tuvieron compasión de él, de modo que ahora recibe una jubilación infame. ¿Dónde está el respeto en este país? Estamos hablando de un anciano, maldita sea.

Los tipos mueven la cabeza en silencio, Germán se inclina sobre el respaldar de la silla a beber más champagne, y Pauline inmediatamente lanza sobre él su típica mirada de Germán, me llegas al pincho, eres un huevón. Luego le dice querido, ven un momento, ¿quieres? Él se incorpora, le dice al resto ya volvemos, y camina junto a ella tomando otro sorbo de la copa.  

7.

Ambos están a un lado de la puerta principal. Ella sacude las manos y dice que cómo va a estar por ahí contando sus asuntos personales a cualquiera. Él dice que quiere fumar. Ella: Germán, pensé que luego de nuestra separación las cosas podrían ir mejor siendo amigos, pero ya veo que no. Él: Bueno pues, la próxima no me invites a tus cocteles y asunto arreglado. Me voy a mi casa. ¿Me llevas, no? Ella: Eres un idiota, Germán. Él: Sí pues, soy un idiota.

Toman sus abrigos y se despiden de todos. Caminan por la avenida Eisenhower hasta el parking lateral del Grand Palais, donde hallan el auto. Al entrar y acomodarse en los asientos, Germán cuenta un chiste de loros. Ambos ríen. Pauline enciende las luces y arranca muy lento. Ya en camino, pone música en la radio.

***

Vamos en el auto. Es un Citroën DS4 azul. Pasamos por el túnel del Pont de l’Alma. Tantas veces en esa ruta y jamás he logrado identificar el lugar exacto donde fue el accidente de Lady Di. Pauline maneja en silencio y con rapidez. Hay música. Es una especie de ardilla haciendo el cover de un tema de Billy Joel. Luego llega la publicidad: «Radio París Disney, las canciones que amas pero con voces para bebés». Estuve a punto de decir algo, pero la ardilla apareció de nuevo, esta vez con «I like it like that», de Chris Kenner, y así hasta la siguiente publicidad. 

––Germán, olvidé decirte que me gusta mucho Rayuela. Y tú que odias a Cortázar. Qué risa, ¿no?

––Me cagaste, Pauline. ¿Cómo así has pasado de Tolkien a Cortázar? Aunque, bueno, tratándose de Rayuela… En fin, ¿cuándo fue que la leíste?

––La estoy leyendo, empecé la semana pasada. ¿Por qué?

––Por nada. ¿Podemos cambiar de música?

––Me gusta esa radio, Germán. 

Miro a los otros coches por la ventana. Comienza a llover. Me gusta la ciudad de noche. Fuera, algunas personas abren sus paraguas. Otras corren. Viendo eso, el estar ahí, con Pauline manejando a ochenta por hora y oyendo música estrafalaria, es muy agradable. 

Francisco Izquierdo-Quea

Francisco Izquierdo-Quea (Lima-Perú, 1980) Estudió literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Lima) y en la Université Sorbonne Nouvelle (París). Autor del libro de cuentos Bonitas palabras y de la novela No hay más ciudad, es profesor de la Université Paris-Cergy.