Tardaba más de una hora en llegar al campus de la Universidad, ubicado en zona norte, a unos kilómetros de Tigre. Tenía tan pocas horas de clases que había decidido vivir en el centro y bancarme este viajecito tres veces por semana. Cursaba a la tarde, así que ni siquiera tenía que madrugar.
Empezaba el recorrido desde Las Cañitas tomándome el 59 hasta Olivos. Por suerte había una parada enfrente de mi casa. No sé por qué, los 59 siempre llegaban en salvas: dos o tres bondis al mismo tiempo. Tardé mucho en entender el sistema de ramales. De todas formas, cualquiera me llevaba a mi destino. Era muy raro que llegara un 59 solo, con lo cual perderse una salva garantizaba un tiempo de espera más o menos largo.
El trayecto era muy sencillo: un par de cuadras por Luis María Campos, otras más en subida por Teodoro García que hacían rugir el motor y luego toda la avenida Cabildo, que en aquella época estaba enquilombada por las obras dedicadas a la creación de los carriles del Metrobus. La primera vez que la vi, esa avenida me había parecido muy desordenada: un tráfico denso a cualquier hora, tiendas, locales y negocios de una gran heterogeneidad, cables de electricidad por doquier, edificios altos y grises conviviendo con esquinas coloniales que desafiaban el tiempo; sucursales que se repetían cada cien metros y que daban la sensación de no avanzar. De a poco llegué a crearme mis puntos de referencia en esta continuidad interminable: primero el cluster de locales de instrumentos de música, más adelante el Arte Multiplex, cada tantas cuadras las paradas de subte de la línea D y por fin el imponente puente Saavedra. Con el tiempo lo feo y lo deprimente de la avenida desaparecieron.
El 59 pasaba debajo de la general Paz cruzando como si nada la frontera caótica hacia el Gran Buenos Aires. La avenida Cabildo se convertía en la avenida Maipú achicando y tranquilizándose a medida que se alejaba de la capital. Cuando hice el recorrido por primera vez, le había pedido al chofer que me señalara cuándo bajarme; en aquella época, llegar a encontrar wifi y seguir el puntito azul de Google Maps no era una cosa evidente. La travesía me había parecido tan larga que había llegado a pensar que el conductor se había olvidado de avisarme. Me imaginé un recorrido sin fin que me llevaría hasta el corazón de la provincia. Pero eso no ocurrió: pasamos los ladrillos de la quinta de Olivos y el chofer me indicó un puente ferroviario donde un cartel semicircular con logo de sol estilizado anunciaba en letras vintage: “tren de la costa”.
Tuve la sensación de estar en una especie de Disneyland, como si hubiera llegado al tren de la mina. La estación principal parecía ficticia quizás porque era encantadora. El hall era chiquito, no había más que tres puestos de boletería. Pero todo era bien real. Para llegar al andén había que atravesar una galería con negocios medio misteriosos entre los cuales había anticuarios con horarios extraños. El tren salía cada media hora, era puntual pero siempre me tomaba un margen de tiempo para no esperar mucho en caso de perdérmelo. En general ese tiempo de sobra me alcanzaba para comprar empanadas en un local muy cerca y así solucionar el tema del almuerzo.
Siempre trataba de elegir un asiento cerca de la ventana, cambiando de lado según la posición del río. El recorrido duraba unos veinte minutos, eran seis paradas hasta mi destino, Punta Chica. Las estaciones, construidas con estilo victoriano, podían estar llenas de gente o, todo lo contrario, fantasmales, según el horario y el clima. Las de Anchorena y Barrancas, las más tranquilas y húmedas, eran mis preferidas. El tramo entre esas dos era el más hermoso, el río estaba solo a un par de metros y el horizonte despejado. Si viajaba con alguien, siempre cortaba la conversación en ese momento, o al menos desviaba la vista, para admirar los juegos de colores entre el cielo y el agua y dejarme invadir por la sensación de infinito. De hecho, disfrutaba más el viaje cuando estaba sola.
Otro gran momento del trayecto era cuando pasaba un controlador en los vagones, que, en la mayoría de los casos, era una controladora. Sacaba orgullosamente de mi billetera mi abono vecinal, mi primera prueba tangible de que, acá, no era más una turista.
La expedición terminaba con diez minutos de caminata, especialmente barrosa los días de lluvia, hasta el campus de la universidad. Mientras entraba en otra realidad, me preparaba para seguir clases de estrategia y de gestión del cambio. Eran necesarios un par de minutos de reconexión. No éramos muchos los que vivíamos en capital y un día un estudiante de San Isidro me preguntó: “Ya que tenés euros, ¿por qué no venís en remís para ahorrar tiempo?”. En el fondo, ese comentario dirigido a una europea que viene a terminar sus estudios en administración de empresas en la universidad más cheta del país no era tan desubicado. Era cierto que el trayecto ida y vuelta duraba tres horas, igual que la clase. Pero finalmente mi carrera se había convertido en algo secundario, el hecho de cursar lejos del centro era la excusa perfecta para viajar en el tren de la costa.
Le confiaba al río, especialmente entre Barrancas y Anchorena, el lote de emociones y revelaciones que me estaba trayendo mi primera experiencia porteña. Mi melancolía se la tragaba el puente Saavedra.
Camille Dupont