El partido par Francisco Izquierdo-Quea (Pérou)

El partido

Para Leslye Valenzuela y Joel Díaz

Nunca he visto a mi selección en un mundial.

Para cualquiera esto podría resultar gracioso. Yo creo que nadie que no haya nacido en Perú y que le guste el fútbol puede sentir la tragedia que encierra el hecho de no haber visto a su país en un mundial.

De modo que me gusta el fútbol, pero ahora soy un descreído. Eso es algo que para mí, de un momento a otro, ha sido extraño de concebir y aceptar. Peor aun, porque desde siempre, de pie en la tribuna con mi padre o algunos amigos, he aguardado que en esa tarde o noche la fatalidad de la selección peruana desaparezca.

Jamás sucedió.

Pero mi esperanza llegó a un límite.

Del tiempo que quiero hablar poco han cambiado las cosas. Quizá estas han mejorado para mí. Igual eso no viene al caso. La cuestión era, por ese entonces, que todos los sábados iba temprano a la Iglesia de los Trece Gallitos. El resto de días andaba metido en el cuarto leyendo revistas de los mundiales y de todos los campeonatos, que compraba de segunda en el Centro. No tenía un trabajo fijo. Corregía algunas cosas para un periódico y una editorial, pero desde la época en que hablaba solo o con los peluches que la Pichona me regalaba había cometido muchas metidas de pata y ya no me buscaban tan seguido para revisar textos. Lewis y la Pichona me invitaban a tomar o almorzar y decían que mi vida era todo un caso. Bolita me decía que las cosas mejorarían pronto.

Pronto te va a ir bien, ya verás, decía ella.

Bolita venía a verme de noche. Traía algunas cosas para la cena. Yo, cuando la abrazaba, sentía en su cabello húmedo un olor reciente de champú. 

Me enteré de la traición de Bolita la noche que Narcosis se volvía a juntar luego de veinte años. Ella me dijo que no iría al concierto porque se quedaría viendo unos papeles en el consultorio; entonces yo fui con la Pichona. Y esa noche yo estaba con la Pichona de lo mejor, y cuando los teloneros se largaron y entró Narcosis la gente comenzó a insultar duro a Wicho y Pelo por su presente ligerón de canciones de amor y telenovelas, y Wicho caballero nomás comenzó a cantar, pero ahí, al segundo tema, se treparon al escenario tres compadres que le quitaron el micro y comenzaron a corear el himno emblemático de la banda: “Sucio policía”.  

Entonces la cuestión en el concierto se puso más que buena, y al rato uno de los tipos que estaban allá arriba se dio cuenta que Pelo ya andaba medio friqui dándole a la batería y le gritó desde el micro sigue tocando, pajarraco pastelero. Y fue que la gente celebró, mientras yo con la Pichona nos matábamos de risa por la cara de esos dos. 

Entonces alguien me tomó del hombro y me dijo Pacheco, tu hembrita está en Colón, tomándose varias chelas y comiendo una salchipapa con un gordo de camisa.

Yo me quedé frío. El mundo se me vino al suelo. Me jodí. Borré casete.

Lo que pasó luego lo tengo en versión de la Pichona, quien se vino siguiéndome. Decía la Pichona que llegamos a la calle Colón, que yo entré a un par de huariques y ya en el tercero encontré a Bolita con un gordo y que le dije a Bolita puta de mierda, que le crucé un cachetadón en la cara y que luego empecé a aventar todo por los aires. La Pichona me dijo también que antes de que llegara el dueño del local con la policía agarré al gordo de las solapas, que el gordo estaba a punto de mearse, que se veía que no le entraba a la mecha, que le metí un cabezazo al gordo, que le abrí la frente y me fui encima a sacarle la conchasumadre a puño limpio.

La tarde que me soltaron de la carceleta vinieron a recogerme la Pichona con Lewis. Ellos me ayudaron con el papeleo, arreglaron con los policías para acelerar las cosas y me acompañaron al cuarto. Cuando llegamos, la Pichona salió a la calle a comprar papitas y esas cosas y Lewis se quedó conmigo, ordenando un poco el caos de la pieza. Le dije Lewis, deja las cosas como están, ponte cómodo, chochera, y me metí a la ducha. Cuando salí, Lewis estaba en mi cama viendo uno de mis videos. Me preguntó entonces que qué iba a hacer con Bolita. Yo le dije que no sabía, que lo mejor era estar preparado para todo, que igual la seguía queriendo, que retroceda esa escena que es buenaza. Lewis asintió y apretó el botón, luego me dijo Pacheco, hay cosas que debes cambiar en ti, mira tu vida, no va bien, por qué no te vienes conmigo y Carmen al templo, quizá eso te pueda ayudar a encontrar algo que te esté faltando. Como por ese entonces tiempo era lo que más me sobraba le dije que ya, que los acompañaría a él y a Carmencita el sábado.

Conozco a Lewis desde la universidad, al igual que a Bolita y a la Pichona. Lewis trabaja para el gobierno, ya no toca la guitarra, se ha cortado el cabello y ha entregado su vida a Dios; su mujer, Carmencita, lo ha llevado por el camino. 

Pero volviendo a lo otro, y para cerrar de una vez ese tema horrible en esta historia, hablé con Bolita, hablé con la mamá de Bolita, con la hermana de Bolita, les dije cómo había sido la cosa y que me sentía ridiculizado. Luego me puse mal, me vino el ataque y comencé a berrear y a dar vueltas sobre el suelo. Desperté en el living de la casa de la mamá de Bolita, con Bolita a mi lado. Entonces la miré y pensé que soñaba y le dije Bolita, te quiero. Y Bolita sonrió y yo estaba feliz y no, no era un sueño, y le dije estás muy bonita, Bolita, y ella volvió a sonreír y yo amándola más que nunca le dije Bolita, te perdono. 

No tengo problemas con las religiones ni con los credos. No soy uno de esos patanes que marginan a la gente porque esta cree a su modo en Dios. Así, cuando algún mormón o testigo de Jehová llega a predicar a mi casa lo escucho un rato, espero que me dé su propaganda y cuando me comienzo a aburrir lo despacho con el pretexto de cualquier cosa. Pero da el caso que también tengo amigos de todas las religiones y quizá por eso siempre me han llamado la atención los sermones y todo el rollo que se instituye en los templos. Ya desde niño, cuando iba con mi mamá a la parroquia Santa Mónica, pasando por mis visitas a la sinagoga del Mana junto a Ruth, hasta cuando en un comienzo iba por las tardes con Lewis y Carmencita a la Iglesia de los Trece Gallitos, este asunto de Dios me parece por demás interesante.

Entonces iba a la Iglesia de los Trece Gallitos, que quedaba en el antiguo local del cine San Antonio, y las cosas andaban de lo mejor. Entonces iba los sábados temprano porque prefería no ir en la tarde y toparme con Lewis y Carmencita y con familias que me miraban extraño y que hacían pasar vergüenza a mis amigos con sus miradas reprobatorias sobre mí. Además, temprano era cuando predicaba un pastor argentino que me caía bien y que era muy capo en sus sermones.

El pastor argentino luego de sus sermones interpelaba a los cuatro fieles que normalmente íbamos al culto de las seis de la mañana. Yo permanecía cómodo sobre mi asiento. Todas las veces, antes de entrar al templo, fumaba un poco para andar suave con Dios.

Y mientras estaba ahí me daba cuenta de que el pastor argentino sí que era un pase de vueltas. Cuando me reunía con la Pichona le comentaba las cosas que el pastor argentino decía en los sermones. El pastor argentino decía cosas como: A ver, hermanos, por la shave del reino de los cielos, que levante la mano aquel que todavía no le ha baldeado la piscina a su mujer; o Sho pregunto, hermanos, ¿quién pasá más piola, aquel hombre que todas las noches se acuesta con una mujer distinta, o aquel hombre que todas las noches se acuesta con Jesús en su corazón?

La Pichona se atoraba con el humo y me abrazaba carcajeándose. Me decía qué dices, Pacheco. Y yo es cierto, Pichona, te lo juro por mi madre. Y todo era puro jajaja entre nosotros. La Pichona era como mi hermana.

Bolita solía sonreír cuando yo hablaba. A veces. Otras no tanto. Además ella solía golpear el cigarrillo sobre el cenicero, en pausas largas, mirándome, siempre sentada. Yo también solía sentarme (no soporto fumar de pie o caminando) y sonreía también. A veces.

Y fue luego del incidente con Bolita y mi desempleo aún latente y mi reconciliación con Bolita y mis visitas al templo y toda la cerveza que me invitaba la Pichona que me desconecté del mundo. Es raro que diga esto: nunca me ha interesado ver noticieros ni programas políticos ni leer periódicos (a pesar de que he trabajado en algunos) ni revistas de actualidad, pero igual llegó un momento en que dije qué pasa, qué pasa en esta ciudad. 

A la mañana siguiente fui al puesto de Mariano y Pablo a revisar los diarios. Mariano y Pablo, que son hermanos pero que no se parecen mucho, estaban hablando de fútbol, del partido con Chile que se venía para Perú, que ahora sí estamos para ir al mundial, porque esta vez nos toca, sí señor. Y hablamos un rato y ahí nomás me contaron todos los pormenores del equipo y yo me súper empilé con el partidazo que se nos venía y les pedí prestado a Mariano y Pablo plata para comprar las entradas. Voy a ir con mi novia, les dije, y ellos que son buenísimas personas me dieron dos billetes de veinte y yo salí disparado a las ventanillas. Por la noche, apenas Bolita llegó a verme, le comenté lo que había pasado. 

Vamos a ir al partido.

¿A cuál?

Al Perú-Chile.

¿Sí?

De niña, una tía bruja de Pucallpa le dijo a Bolita que viajaría mucho. Que recorrería una y otra vez el mundo. Entonces ella creció aterrada y triste, pensando en que sería el destino mismo el que frustrara sus sueños de enfermera para convertirla en aeromoza de Faucett y andar de ciudad en ciudad comiendo chocolates y engordando parejo antes de los treinta. Y fue durante una noche extraña, cuando saliendo de clases con la Pichona y Lewis nos encontramos cerca a la Plaza Cívica con una de esas verbenas que suelen hacer algunas facultades en San Marcos. Y ahí conocí Bolita junto a un buen grupo de sus amigas, en tiempos cuando ya todos sus miedos estaban descartados hacía rato. Y con los años Bolita se hizo enfermera, y se graduó con méritos, y en ese entonces trabajaba para ese gordo rosquete con quien la encontré bebiendo cerveza y comiendo salchipapa, un cabronazo que es médico y que revisa chibolitos y que de seguro les saca harta plata a los padres. Yo le decía luego del incidente Bolita, anda con cuidado con el gordo. Ya, mi amor, decía ella. Y no obstante, Bolita siempre venía a verme de noche, saliendo de su trabajo, y con el cabello húmedo oliendo a champú.

Todas las mañanas de los días previos al partido iba donde Mariano y Pablo a leer los diarios y a enchufarme con las últimas noticias. Cuando les dije que ya tenía mi entrada y la de Bolita me dijeron que se arrepentían de no haberme acompañado ese día a las ventanillas, pero que verían el partido en su casa tomando ron con Sprite, y que después se irían al hotel de los chilenos a hacerles la cagada con unos patines suyos que eran choferes de combi. Luego de estar con ellos volvía a mi cuarto y leía y releía las revistas de los mundiales y sacaba medias de estadística sobre lo que podría suceder. La televisión pasaba una y otra vez las hazañas de Perú, la clasificación frente a Argentina el 69 con los goles de Cachito, el baile de Uribe a los uruguayos el 81 en el Centenario, la marca de Reyna a Maradona el 85. Perú está en capacidad de clasificar, el juego del equipo da para más, Chile es sólo un escollo para llegar al mundial, decían los comentaristas. Y yo con toda esa locura algo afectado habré estado, porque por algún motivo entraba medio grogui al templo, con la cabeza en otra parte, y así como que las cosas que hablaba el pastor argentino se me hacían recontra absurdas. Y entonces era cierto, el partido se hizo todo en mi vida, y ni Bolita, el templo, Lewis, la Pichona ni un trabajo nuevo podían alterar eso. Yo sólo quería ir al estadio de una vez, que llegara esa noche ya. 

Pero en cuanto al partido mismo, su lectura implicaba muchas categorías. Choque entre vencidos y vencedores, razas e historias en juego, pisco, gas, TLC. La prensa suele prender el ambiente en este tipo de encuentros. Yo lo sé. He trabajado años ahí, tragándome sicosociales en órdenes y titulares por parte de personajes que sólo piensan en crear una opinión pública atrofiada, estafando y vendiendo patrañas a la gente. Y el caso del fútbol, de ese partido con Chile, no escapaba de ello.

El partido no era una guerra, pero la gente fue al aeropuerto a meter presión de arranque. Los chilenos, con Zamorano a la cabeza, fueron recibidos y acompañados a su hotel a punta de huevazo limpio y mentadas de madre. No era una guerra. Sólo era cuestión de romperles el kiosco. Todos recordaban las eliminatorias anteriores, las del 97, por la violencia y maltrato que la delegación peruana recibió en Santiago, cuando se instalaron parlantes alrededor de la cancha reproduciendo un ruido y extendiendo la pifiada a nuestro himno, por la inacción de los carabineros frente a las agresiones hacia los jugadores peruanos por hinchas en la calle. No era una guerra, pero todos querían una venganza.  

Miércoles 21. 6:15 pm. Puente Bausate y Meza (entrada norte del Estadio Nacional)

Yo soy una antipatriota.

Bolita siempre soltaba frases y palabras al aire, como buscándome, como queriendo confrontarlas conmigo. Y ella tenía mala memoria, porque no consideraba mi antiguo trabajo en el periódico, trabajo honrado leyendo como poseso la Historia de Basadre. De seguro no tomó en cuenta que yo sabía que ese papel de traidora no le caía, que existieron otros que lo han interpretado mejor (Morales abuelo y nieto, Belaunde dos veces, sin ir muy lejos). 

La cola avanzaba.

Volví a observarla al paso, desde el canto de mis ojos: tenía pintadas dos banderas peruanas en sus mejillas. Y una enorme colgaba de su espalda. Y sonreía. Y Bolita era la única loca que quería que Perú pierda (al menos eso decía, cuando volvía a sonreír, disfrazada de peruana).

Era obvio que el partido sugería muchas cosas. Varias, es verdad. Pero para mí sólo dos: ganar y olvidarme otra vez del mundial. No voy a explayarme en describir sensaciones futboleras, pero he de confesar que estaba inseguro. La selección peruana es un equipo tibio, alegre, mediocre, espectacular, malo. O sea, imposible confiar en él. Pero quería ir al partido (estaba en el partido), pues aguardaba que cierta transformación pudiera darse. Al menos en este match. Y ya, no importa, me olvido otra vez del mundial.

El público peruano es un público que quiere triunfos. Y eso, más el recuerdo del 97 en Santigo, hizo que el estadio se colmara de ira. Así, cuando la pequeña afición chilena, ubicada en el extremo sur de occidente, ni bien quiso hacer bulla recibió una seguidilla de botellazos, poyos, bolsas con pichi y demás por parte de la popular sur. Hasta que todo el estadio empezó con el chileno maricón, chileno maricón, no te vayas a correr.

Y todo fue una fiesta, y además en norte, abajo de nosotros, estaba un señor barbón que tenía una radio sobre sus hombros. Y ahí escuchamos a Lucho “Osezno” Liñán relatando el partido: Y la tiene Jayo, avanza, empuja al equipo, toca la pelota al Chorri Palacios, driblea el Chorri, suéltela, carajo, así, a Solano, se la lleva Ñol, avanza, lo mira, sí, avanza de nuevo, ceeeeeeentra, cabecea Flavio y… goooooool peruano. Gooooooooool.

Y así, conforme pasaron los minutos, me di cuenta de que ella mentía. Los tres goles los celebró como si nos hubieran llevado al mundial. Pero desde ese momento el mundial era ya algo para olvidar (luego de ese partido vinieron Brasil y Uruguay, que nos metieron un ajuste memorable y chau mundial). Como en las primeras fechas, cuando Argentina nos ganó 2-1 en casa, y ella andaba de viaje y yo salí del estadio convencido de que el mundial era una utopía. Y horas después, con Lewis detuvimos su auto en la Vía Expresa, entre Canadá y México, y yo bajé con un balde de pintura negra y una brocha. Y así, entre brochazos y claxonazos de los autos que pasaban pinté, enorme: 

FUERA FUJIMORI Y MATURANA

CAGAN EL PERÚ

Pero esa vez la selección estaba tres goles arriba. Y el impredecible público peruano andaba entre el chileno maricón, chileno maricón, no te vayas a correr y el porom-pom-pom el que no salta es un chileno maricón. Hasta que el partido terminó. 

Y esa noche, en el centro de la tribuna norte, yo me mantuve con la garganta en vilo junto a Bolita, mientras todo el mundo cantaba el himno nacional. Mientras todo el mundo establecía rutas hacia Miraflores para llegar rápido a celebrar el triunfo en el parque Kennedy. Y esa noche no imaginaba lo que vendría después. No sabía que el fútbol peruano era una desgracia. Que había mucho mamarracho por limpiar. Que por eso mi vida cambiaría. Que el fútbol no. Que la historia de mi esperanza mundialista llegaría a un tope y desaparecería, casi sin darme cuenta.

Y esa noche me mantuve junto a Bolita en la tribuna. Esa noche pasé mis dedos por su cabello y la atraje hacia mi pecho. Esa noche yo creía que todo iría bien conmigo. 

Yo creía. Creía mucho.

Pero todo empezó a quedar allí. 

Francisco IZQUIERDO-QUEA