El faro de Felipe González Alfonso por Camilo Bogoya

Felipe González A., El faro, La Pollera, 2020, 90 p.

El faro de Felipe González A.:

una novela sobre la incertidumbre

La novela de Felipe González tiene dos elementos que constituyen su fuerza: por un lado, el carácter especulativo de la escritura, es decir, una prosa que gira alrededor de la memoria, del dolor de lo perdido, de la capacidad vana de las palabras como medio de recuperación. Y por el otro, una intriga que se construye como un juego de espejos. Me explico. La novela comienza con la muerte de Rodrigo, una muerte disfrazada de suicidio, o un suicidio disfrazado de fuga, o una fuga que termina en muerte y en la que está involucrada Fátima, su compañera. Muerte en todo caso extraña, inverosímil, nunca esclarecida. El narrador, primo de Rodrigo y estudiante de Filosofía al inicio de la novela, investiga esta muerte, no a la manera de un drama policíaco por resolver, sino como un detective de las emociones. Poco a poco el libro de Felipe González se va convirtiendo en un tejido de ecos y paralelismos. La relación de Rodrigo y Fátima, es decir, el amor, la muerte, lo inconcluso, la traición, se va leyendo a través de la relación del narrador y Alejandra. Relaciones disímiles con personajes diferentes que comparten, sin embargo, una telaraña de temas comunes: Alejandra muere, como muere Rodrigo. El amor, los celos, la pérdida, el duelo unen ambas historias a lo largo de un centenar de páginas en las que reluce una voz melancólica.

Estas son, pues, las dos fuerzas esenciales de la novela. Repito: una inclinación filosófica en la que nos sentimos cerca de Juan José Saer, o de una página de Proust, y una estructura de paralelismos en la que los personajes se acercan, se repelen, se complementan. Aquí está la originalidad de El faro, no ser la novela donde se busca un cuerpo, el de Rodrigo, que nunca aparecerá; no ser una novela sobre el duelo de la madre (la tía del narrador) o el duelo de la pareja; no ser una novela de corte realista o francamente psicológica. El faro, por su estructura de pequeños capítulos que se asemejan a pequeñas disertaciones, combina todos los elementos anteriores con cierta distancia. La sencillez del lenguaje y la profundidad de los temas convierten esta novela en un canto a la incertidumbre. Su estilo es uno de sus aciertos: el narrador busca en las brumas del pasado los jirones de la experiencia, los rescata con la mirada de un memorialista que dialoga con la filosofía y el psicoanálisis para entender la materia esquiva del drama familiar y de su propio drama. El carácter abierto de la novela es otro de sus rasgos, así como su resistencia a narrar. No sabemos muchas cosas, es cierto que se cuentan algunas, pero sobre todo se sugiere y se medita. Los personajes secundarios son parte de ese espejo que expresa el amor y la derrota, son parte de esos fragmentos que intentan asir una verdad, transitoria e incierta, por medio de la palabra.

¿Qué queda al final de El faro? El título es una referencia directa a Virginia Woolf, cuya influencia es palpable en el tratamiento en sordina de las acciones para privilegiar la expresión intimista. El título es una metáfora de la creación entendida como intermitencia. Y al final de la novela queda resonando ese oleaje, una sucesión de momentos en los que experiencia y escritura se unen en una intensidad muy cercana a la poesía. Que entre el lector y se deje guiar, o se deje perder. Aunque uno nunca se pierde, solo queda suspendido y flotando.

Camilo Bogoya